Escena 1
- 112, Emergencias. ¿En qué puedo ayudarle?
- Verá, señorita, acabo de encontrar una trampa incendiaria en el monte.
- ¿La ha desactivado?
- Sí, pero me temo que habrá más. Escuche: el puro está casi entero. El autor no debe andar lejos.
- Muy bien. ¿Me puede indicar dónde se encuentra?
- A unos 200 metros de la Cueva del Cochino, en la sierra de El Morrón.
- Perfecto. Manténgase a la espera.
- …
- … ¿hola?
- Sí, señorita…
- Hemos notificado al SEPRONA, a las Brigadas y a la Guardia Civil de Carreteras el incidente. Por favor, ¿me puede indicar su nombre y su D.N.I.?
- Avelino Amorós Ugeda… tres, dos, siete, uno, ocho, cuatro, seis, uno, cuatro…
- Gracias, Avelino. Diríjase al cuartel de la Guardia Civil más cercano lo más pronto posible. Allí le tomarán declaración.
- Así lo haré, señorita…
- Gracias por todo, Avelino.
- Gracias a usted.
Escena 2
- Ponte el cinturón, que vamos a tener que salir pitando de aquí. ¡Verás qué espectáculo, papá! Cuando haya terminado de colocar las que faltan, vas a estar muy orgulloso de mí. No lo voy a hacer, papá… esta noche no… ¡NO! ¡Te estoy diciendo que soy un hombre! ¡Joder, papá! ¿Por qué lo tienes que poner siempre tan difícil? Te lo prometo: hoy no va a pasar.
¡Mira, papá! ¡Son los del SEPRONA! ¡Jajajajaja! ¿Qué te parece si les hacemos perder un poco el tiempo y así dejamos que actúen las que ya están instaladas? ¡Puede ser divertido!
Tú tranquilo, ya hablo yo. - Buenos días. ¿A dónde se dirige?
- He estado dando una vuelta por el monte, señor agente. Iba ya para casa.
- ¿Me puede mostrar el permiso de conducir, por favor?
- Por supuesto.
- ¿Le importa que eche un vistazo a su portaequipajes?… ¡Salga del coche despacio y ponga las manos donde yo pueda verlas!
Escena 3
- ¿Reconoce esto? ¡Confiese, hombre! Le hemos incautado siete trampas incendiarias en el maletero de su coche…
- … si me traen un bocadillo de calamares y un paquete de Camel, se lo cuento todo.
Escena 4
- Creo que mi primer recuerdo es, como el de muchos, el navideño calor del fuego crepitando en el hogar. El intenso aroma a humo que se mete entre las fibras de tu ropa y llega a recubrir tu piel con el susurro de la felicidad. Dos años después, en nuestra casa de campo, cayó en mis manos una pequeña cajita de cerillas. Lo había visto hacer, así que, sólo tenía que rozar el fósforo contra la tira abrasiva y… ¡zas! Lo tendría todo dominado. Hubo un primer intento en el que, la cerilla se descabezó pero, al segundo, ardió ante mis ojos, aunque una parte de la cabeza del misto quedara adherida a mi dedo índice… justo aquí. Siempre me he sentido muy orgulloso de esta cicatriz. Mi primera herida de guerra. Al contemplar aquella llama, supe lo que era el poder. Esa misma tarde quise comprobar mi recién adquirido conocimiento y amontoné algo de hojarasca en torno a un hormiguero y, para mi asombro, las hormiguitas temblaban un poco y se arrugaban sobre su abdomen mientras el fuego las carbonizaba. Me había convertido en una especie de dios (mi educación fue religiosa y, el concepto de arder en las llamas del Infierno, siempre me pareció muy atrayente). Súbitamente, el fuego se extendió más de lo esperado y tuvieron que intervenir los adultos. Recuerdo que mi tío Pepe me gritaba mientras se extinguían las últimas ascuas. Mi padre me dio una bofetada y me dijo que no jugase con fuego o me mearía en la cama… y… ufffff… así fue. Aquel día había conocido lo que era el poder, la exclusión y la vergüenza más dolorosa. Para él, era un meón. Murió un par de años después. Y así, en el verano del 83, me planté con ocho añitos como ocho ardientes soles. Justo al acabar las vacaciones, fieles (como cada inicio de septiembre), llegaron las fiestas, con sus petardos y sus majestuosos fuegos artificiales. Aquel año todo fue muy distinto: alguien prendió fuego a la Mahoma en el castillo. Pocos días después, el primer día de colegio, uno de los niños de mi clase confesó, en confianza, que había sido el autor del hecho, dando pelos y señales de su proceder. Envidié su arrojo, envidié su don de la oportunidad pero, lo que más envidié fue el respeto que, aquel desgarbado niño de mi edad, había logrado gracias a su chispa. Debía superarlo. Como pueden imaginar, agentes, comencé a fumar muy joven. ¿No tendrán fuego, verdad? Una de las cosas que acrecentó mi interés por ver arder, sin lugar a dudas, fue la insufrible campaña contra los incendios forestales de Serrat. Aquella canción se convirtió rápidamente en tonadilla de moda, pese a lo repelente del desfase del audio y el video en el spot. Sin duda fue acabar con la raíz de esto lo que me llevó a Barcelona tres años después, trabajando como ayudante de soldador. Aproveché, pues, la primera oportunidad que tuve y, el 31 de enero del 94, di mi primer paso hacia la inmortalidad: quemé el Liceo
- ¡Hostias! ¡Esto no me lo esperaba.
- Fue tan fácil que apenas lo pude disfrutar. Además, se armó un cierto revuelo pero… pronto perdió el interés de la opinión pública. Quizá por aburrimiento, marché a Huelva poco después, donde conocí a Ignacia, una deslenguada chilena de Tierra de Fuego. Simulé ser feliz con ella mientras planeaba mi siguiente golpe, que debía ser muy sonado pero, la noche del 26 de julio de 2004, tras la enésima muestra de mi incontinencia nocturna, se levantó gritando que estaba harta y no sé qué más milongas que, normalmente, a mí me eran indiferentes. Pero aquella noche, traspasó el límite llamándome «jodido meón». Aquel incendio borró todas mis huellas y me juré que no permitiría a nadie que me calentase la cabeza nunca más.
- ¿El incendio de Riotinto?
- … que murieran aquellas dos personas, fue un daño colateral.
- ¡Es usted un monstruo!
- Seguramente no me falten motivos para serlo. Si me permite, continuo. Fueron dos días gloriosos pero, viendo lo efímero de mi popularidad en las noticias estatales, que pronto enfriaron, archivaron y olvidaron mí, hasta la fecha, ópera magna, decidí pensar a lo grande: volverme internacional. Así que planeé hasta el más mínimo detalle. En la primavera de 2019, viajé a París y...
- ¿Nôtre Dame?
- Touché.