En recuerdo de Carlos Miguel Esquembre
Haber vivido todos esos ratos, que fueron muchos, con una familia tan especial, me hizo mejor persona
Cómo podía imaginar el viernes 22 de abril, mientras escribía el artículo ‘José Fernando y yo’, que a la misma hora la vida de Carlos Miguel Esquembre Alonso se estaba apagando como una velita. Una despedida, la del glorioso patriarca de la familia Esquembre Menor, que no por esperada deja de ser menos sentida.
Me refugié en ese hogar de la acera de enfrente de mi casa cuando más lo necesitaba, y allí fui muy bien acogido por una familia modélica, real, en unos tiempos en los que la televisión acogió a otra de ficción muy popular, la de Charles Ingalls. Esa serie que en nuestro país siempre se emitió los domingos.
Recuerdo muy bien a Miguel Esquembre, en su salón, satisfecho y orgulloso de su mujer, Fani, y sus seis hijos, José Miguel, Carlos Tomás, Roberto, Javier, Chelo y Raquel. Prácticamente todos se congregaban allí los fines de semana, que era cuando yo hacía acto de presencia. Era una casa, la suya de la calle Mayor con entrada por el callejón de Padre Oliver, con las puertas abiertas. Una casa de acogida y alegría, de espíritu cristiano, donde algún sacerdote como Paco Brotons, en la etapa de la que hablo, era como de la familia.
Fani Menor, toda ternura, era especialmente generosa conmigo, y a los postres me sacaba siempre un vaso de helado grande, una ración doble, acompañando el café. Me sabía goloso.
A veces había música en las sobremesas. Si tres hijos salieron médicos tampoco faltó a ninguno la vena artística, que luego se transmitió a los nietos. José Miguel estaba con el grupo Brasa (‘Brásase una vez’); Carlos protagonizó un ‘Godspell’ precioso en el Teatro Salesiano; Roberto le daba muy bien a los bongos; y Javier a la guitarra, evocando a John Lennon. De Consuelo y Raquel qué voy a añadir, más que nos entendíamos sin necesidad de hablar.
La felicidad de entonces es parte del dolor de ahora. Lo dijo el poeta C. S. Lewis en ‘Una pena en observación’. No digo que entonces fuese consciente de ello al cien por cien. Aunque en buena medida sí. La intuición no falla. Y claro que sabía que el tiempo, que no se detiene, hace de las suyas. Pero haber vivido todos esos ratos, que fueron muchos, con una familia tan especial, me hizo mejor persona.