Apaga y vámonos

Es la democracia, estúpido

No sé muy bien si por pereza o por salud mental, hace tiempo que dejé de ver las tertulias “políticas” de por la noche, esas de gatos, cascabeles y marimorenas. Con la salida de Zapatero y la llegada de Rajoy sus tertulianos se volvieron más “moderados” y, ante la ausencia de disparates, dejó de interesarme la cosa. Pero ahora, con el triunfo de los Soviets, empiezan a ponerse otra vez “divertidas”.
Dejando de lado esa curiosa regla de tres –es más grave tener una cuenta en Twitter que una cuenta en Suiza– por la que un comentario sarcástico realizado a título personal en una red social hace cuatro años y en un contexto muy claro es infinitamente más grave que los parados, desahuciados y exiliados, las tramas Gürtel y Púnica, los sobresueldos y los Bárcenas, las tarjetas black o los ERES andaluces, el concepto que se está poniendo de moda y que no hacen más que repetir cual mantra los voceros de la TDT Party es la “estabilidad”, en contraposición al guirigay en el que nos van a meter los bolivariano-islamo-progre-etarras-maricas esos de las coletas.

No obstante, y parafraseando una genial intervención de Pepa Bueno, estabilidad fueron, por ejemplo, los 40 años de dictadura franquista, una época de “extraordinaria placidez” para Jaime Mayor Oreja –demócrata de toda la vida– a la que siguió en 1978 la inestabilidad de la democracia, esa que nos permite echar de la poltrona a quien entendemos que lo ha hecho mal y votar a otros que pensamos que pueden hacerlo mejor, o dicho coloquialmente, darles una buena hostia (palabras de doña Rita Barberá) a quienes se han dedicado a llenarse los bolsillos a costa de los hospitales, los colegios, los transportes, los sueños y las esperanzas de millones de españolitos.

Estabilidad, para los nuevos apóstoles del Apocalipsis, es sinónimo de mayorías absolutas (del PP, por supuesto) frente a ese aquelarre de siglas y pactos (es decir, de diálogos, acuerdos, cesiones, contrapoderes…), aunque no hace falta ser muy listo para preguntarse de qué nos han servido las mayorías absolutas a los valencianos, madrileños, andaluces o catalanes que han perdido el trabajo o su casa, cuyos hijos no pueden volar del nido porque ganan 400 euros al mes o, peor aún, que se han tenido que largar a Londres a limpiar váteres con el bonito papel de sus títulos universitarios y másteres. ¿Qué estabilidad es la que peligra ahora? ¿La que ha permitido que el dinero público se fuera a chorros por Bárcenas, la Gürtel, Imelsa, los Ere, el Palau...? ¿Qué ha hecho esa estabilidad para impedir el saqueo y voladura de la CAM, Bancaja, Caja Madrid, Caixa Catalunya o el Banco de Valencia?

Si esa es la estabilidad que echan de menos, que se la metan donde les quepa. Personalmente, prefiero la inestabilidad actual, con más ciudadanos implicados en la cosa pública, más debate en la calle y en las redes y más obligación de hablar, acordar y ceder. Y si no lo consiguen, si no lo hacen bien, en cuatro años, otra hostia (gracias, Rita) y a la calle. Es lo que tiene la bendita inestabilidad de esa democracia que ahora dicen defender quienes nunca jamás creyeron en ella.

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