España, mon amour
España no existe; es una entelequia. Lo mismo sucede con Francia, Canadá, Senegal o cualquier otro país
España no existe; es una entelequia. Lo mismo sucede con Francia, Canadá, Senegal o cualquier otro país.
Lo que existe es gente que habita en los límites territoriales de España -la Historia nos enseña que han sido cambiantes a lo largo del tiempo-. Esta gente es de lo más variada; cada quien es de su madre y su padre. Hay personas tímidas, excéntricas, simpáticas, estúpidas de trato, altas, bajas, regordetas, impulsivas, que viven solas, en compañía, son heterosexuales o no, religiosas, ateas, agnósticas o indiferentes en materia de fe y así ad infinitum; todas ellas crean España diariamente.
España es el modo que esta gente tiene para convivir entre sí: saludándose por la calle, pidiendo la vez en una frutería, pagando impuestos, criticando al Gobierno de turno, acudiendo a los cines o teatros, abonando la cuenta en los bares, etc. O justamente, todo lo contrario. Porque la convivencia se puede realizar desde el respeto a las demás personas con quienes compartes espacios, o no. Mi criterio está con la primera opción por dos motivos.
El primero de ellos es que, antes de nada, somos seres humanos y, por serlo, tenemos derechos considerados inviolables e intransferibles. Se es humano y, más tarde, se elige dónde vivir y cómo colaborar en la existencia de un país. Es decir, la nacionalidad no es el primer factor; si acaso, el segundo y, por supuesto, es elegible.
Engarzando con la última frase del párrafo anterior, viene la segunda opción: considero que nadie quiere vivir en un país donde se le mira mal, le deje a un lado o en el que se le impida desarrollar toda su potencialidad física, intelectual y emocional. Todo ser humano desea ser tenido en cuenta, ser reconfortado en los momentos difíciles y atendido por un sistema sanitario siempre disponible y cercano; nadie desprecia nunca un abrazo o un beso.
Por estos motivos quiero contribuir a crear España reconociendo la humanidad en cada persona por lo que evito utilizar el lenguaje ofensivo, digo “buenos días” a quien me encuentro por la calle; doy las gracias constantemente; intento reciclar lo máximo posible porque redunda en beneficio de la comunidad; pido perdón y soy respetuoso con opiniones diferentes a la mía, aunque -por supuesto- soy intolerante con la intolerancia, etc.
Se me podrá criticar que estas intenciones son claramente ilusas y pueriles. En efecto; lo son y las asumo totalmente. Pero he de decir que no son mías, sino que se fundamentan en uno de los momentos mágicos que la Historia no consigue darle la importancia que tiene: el 10 de diciembre de 1948, la O.N.U. consiguió proclamar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, trascendental hito que establece claramente el camino por el que todo ser humano debe transitar para vivir como lo que es.
Tengo treinta derechos; mi esposa, también; mi hija Marta, los mismos treinta derechos. Por extensión, cualquier ser humano los tiene. Si pudiéramos ponerlos en práctica, estoy seguro que la vida sería mucho más placentera y, sobre todo, más humana. Ya que los Estados -ninguno de ellos, por cierto- no están por la labor, yo, al menos, intento poner mi iluso granito de arena.
“Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana;
Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias” (…).
La Asamblea General,
Proclama la presente Declaración Universal de los Derechos Humanos como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción”.
Reitero: no he inventado nada nuevo. Un país sin respeto por los derechos humanos y que antepone cualquier motivo al de ser humano -nacionalidad, orientación religiosa o sexual, etc.- es un país que se acerca a la barbarie y a una convivencia fundada en el odio y la tiranía y esto siempre significa dolor y sangre derramada.
“Mi patria es el mundo; mi religión, hacer el bien”, Thomas Payne.
Por: Fernando Ríos Soler