De recuerdos y lunas

Estampas críticas

"En los pueblos, a las afueras de las ciudades, en los campos, en solares vacíos, aparecían almacenes de coches de segunda mano, de restos y piezas de automóviles, garajes con anuncios ofreciendo coches de segunda mano, coches usados en buen estado (...)". Así arranca John Steinbeck el capítulo séptimo de "Las uvas de la ira", novela de 1939 que relame con ternuras poéticas y tremendismos la depresión de los años treinta provocada por la crisis del 29, novela llevada al cine por John Ford en 1940 y que recibió dos Óscar; uno al mejor director y otro a la mejor actriz secundaria, Jane Darwell por el papel de Ma Joe. —Eso sí que eran películas –que decía mi madre.

"Coches usados en buen estado (...)" En nuestros pueblos, en las afueras de nuestras ciudades, en nuestros solares vacíos, en nuestras calles convertidas en concesionarios aparecen en venta los coches. Muchas ventanillas de muchos vehículos se nos presentan ciegas por carteles donde se lee SE VENDE y un número de teléfono. En algunos casos también se apuntan como reclamo características específicas del vehículo, normalmente la garantía de ser ganga. Brevemente. Camino del trabajo, justo en las afueras de Bigastro, se exhibía vistoso para la venta un Mercedes-Benz. Atractivo. Al día siguiente vimos que junto al vehículo que se vendía colocaron otro vehículo que también se vendía: una bicicleta. Hay quien afortunadamente –si es broma– aún le queda humor para las bromas. A pesar de la crisis.

Ahora, la fotografía que observamos, en blanco y negro, es de principios de los años treinta. Bien de 1930, bien de 1931. En Chicago. En ella aparece una cola nutrida de hombres que esperan el ir entrando en un establecimiento donde se anuncia sopa gratis, café y rollos –Free soup, coffee & doughnuts– para desempleados. La mayoría tiene las manos metidas en los bolsillos. Algunos llevan sombrero. Otros, gorra. Nadie parece tener prisa. El hambre, sabiéndose saciada, puede esperar. Mi abuelo decía que el hambre que se iba a matar no era hambre. Y tenía razón. Porque el hambre que se va a satisfacer acaso es apetito. El hambre es cuando tienes hambre y no hay para comer. En la fotografía los rostros no reflejan la cotidianidad del apetito, los rostros reflejan la incertidumbre de un hoy sí pero mañana ya veremos. Y es admirable el sosiego. La tranquilidad con la que se espera.

Pero también hay fotografías de ahora. Yo no las he visto. Pero me han dicho que en nuestras grandes ciudades ya se forman colas similares. En color. Colas en color y mixtas. De familias completas en la cola de los comedores de beneficencia. Ya no sólo de varones adultos como en Chicago, sino familias que acuden a comer a estos comedores solidarios. Primero fueron los pensionistas. Viudas principalmente. Vanguardia en necesidades que devorándoles los gastos mínimos han arrancado los hilos de sus teléfonos, teléfonos que usaban sobre todo para hablar con los hijos y con los nietos para preguntarles cómo están, cómo van en el colegio y cuándo vendrán a verles. Ahora –perdida la vergüenza por la necesidad– se acercan a los comedores familias enteras. Las mismas familias que bienquistas y limpias se disputan el escarbar en los contenedores de las basuras.

Espeleólogos de desperdicios, cuando arranca la noche, se les ve hurgar entre las bolsas, especialmente cerca de los supermercados que desechan sobras y productos recién caducados. Unidos por necesidad más que por rebeldía al movimiento freegan que "recicla" lo que otros tiran, así corroboran –entre necesidades y abundancias, entre austeridades y derroches– las incongruencias de nuestra sociedad de consumo.

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