Faber est suae quisque fortunae
Loli, Rosalía, Maruja, Ramona… Las mejores profesoras que tendré jamás
En la vida hay mujeres que te marcan para siempre. Hoy quiero hablarles de algunas de ellas. Porque estamos en septiembre, tiempo de arrancar otro curso y buscar nuevos horizontes. Momento de comprar libros y material escolar. Época de desempolvar mochilas y anotar cosas en limpias agendas. Pensé en ello la otra noche, cuando corriendo por el Grec pasé por la puerta de mi viejo Instituto. Al terminar secundaria salí del cascarón de los Salesianos y fui a dar con mis huesos en el Hermanos Amorós. Allí compartí dos intensos años junto a nuevas compañeras y nuevos amigos, cursando Bachillerato en letras puras: Griego, Historia del Arte, Filosofía, Latín… Fue un período feliz. No ha llovido apenas desde entonces.
Pensé volviendo a casa en algunas profesoras de aquella etapa a las que guardo especial cariño. Pensé en Loli Fenor, quién me dio Historia durante un tiempo. En su fuerza y vehemente manera de contar, con ímpetu y humildad, aquello que nos enseñaba. En su profundo afecto y admiración cuando hablaba de Villena, de su riqueza cultural y patrimonial. Su trayectoria en nuestra ciudad es bien conocida y reconocida, no voy a decir nada que ustedes ya no sepan. Son muchos alumnos y muchas personas las que han podido disfrutar de esa simpatía arrolladora que la hace tan entrañable.
Pensé en Rosalía Barbado, profesora inteligente, desprendida y vivaz con quien disfruté, como tantas generaciones de estudiantes, aprendiendo Historia de España. La materia era sin duda mi favorita, ya saben, sin conocer quiénes éramos nunca comprenderemos lo que somos. Recuerdo con afecto los comentarios de artículos y noticias que nos mandaba como deberes. Al principio no entendía bien cómo aquello ayudaba a mejorar nuestros conocimientos sobre los Reyes Católicos, el Imperio Español, los Borbones, la crisis del antiguo régimen, el estado liberal, el régimen de la restauración o la II República y la Guerra Civil. Con el tiempo comprendí que Rosalía nunca quiso alumnos borregos que vomitaran los temas memorizados. Quería que aprendiésemos a pensar por nosotros mismos. A ser capaces de leer un texto y poder descubrir en él los ecos de nuestro pasado. Identificar en sus palabras la memoria de quienes una vez fuimos. Años después he podido trabajar junto a ella en esa enriquecedora experiencia llamada Foro Económico y Social, de la que hablaremos otro día más despacito. Tantas horas y reuniones a su lado, creyendo en la participación ciudadana, confirmaron mis sospechas. Además de una enorme profesora es una excelente persona.
Pensé en Maruja, la alta profesora que por los pasillos parecía tímida y sabia pero que al frente de un aula, de esos adjetivos, le pegaba sólo el de sabia. Daba Lengua y Literatura de forma metódica y perfecta. Con explicaciones siempre perspicaces y certeras. Yo no era precisamente un alumno brillante en su materia. Tenía faltas de ortografía estremecedoras y no era en exceso aplicado. Siempre me ha costado centrarme en aquellas cosas que de inicio no me cautivan y la Literatura algo más, pero las lenguas nunca han sido mi fuerte. Aún así Maruja confió en mí. Confiaba en todo su alumnado. Era una profesora firme, disciplinada y tenaz, pero también una gran comunicadora. Una educadora paciente, afable y, en mi caso, incluso un punto compasiva. De su mano aprendí a diferenciar entre complemento directo, indirecto, agente, predicativo, de régimen o circunstancial. También el valor de la constancia y la persistencia.
Pensé en Ramona, la profesora de Latín que me puso el primer suspenso de mi vida. Y bien merecido me lo tenía. A remar a galeras. Ramona era hermana de Maruja y como ella, era entusiasta y organizada. Tolerante pero insistente. Trasmitía con enorme pasión su amor por aquello que enseñaba. Lo trasmitía con tanta fuerza que consiguió que terminase enamorándome yo mismo de la cultura y el teatro clásico. De Homero, Sócrates, Platón o Julio Cesar. Una de esas profesoras que te enseñan a mirar a través de sus ojos. Ella fue quién logró que tradujera correctamente mi primera frase de latín antiguo: “Faber est suae quisque fortunae”. Cada uno es dueño de su propio destino. Más o menos. Hoy la llevo tatuada en recuerdo de aquella etapa y de aquel suspenso, por el que le estoy inmensamente agradecido. Me ayudó a esforzarme y madurar.
Esas mujeres eran educadoras a las que apasionaba enseñar. Se enfrentaban a clases de adolescentes que rara vez valoraban su trabajo y aún así allí estaban. Optimistas y convencidas, explicando temas y dudas de forma generosa y lúcida, con comprensión e interés, con una motivación sincera y extraordinaria. Porque eran docentes que querían trasmitir aquello que sabían. Que luchaban por que nosotros también lo supiéramos. Profesoras que creían en esa profesión tan dura, vocacional y bonita que es ayudar a crecer. Profesoras que todavía tenían fe.
Estos últimos días me las he cruzado por la calle. A Loli la saludé el día del pregón, momentos antes de su jodido resbalón. A Rosalía me la encontré fugazmente en la farmacia. A Ramona y Maruja las vi juntas en el Teatro Chapí. Y creo que no saben lo mucho que les debo. El imborrable recuerdo de aquellas clases y aquellas lecciones. La deuda inmensa que tengo con ellas y lo orgulloso que estoy de haber sido su alumno. Porque fueron y son las mejores profesoras que tendré jamás. Nunca se lo había dicho. Así que bueno, aquí me tienen hoy en estas líneas. Diciéndoselo.