Opinión

Frankenstein o el Moderno Festero (II)

Así pues, durante aquella época que pasé encerrado en la cambra de mi casa, intentando olvidar a aquella chica de Cañada que tanto daño me había hecho, me dediqué a cultivar relatos relacionados con el género de terror y la ciencia ficción. Escribí también, por aquel entonces, las aventuras de un superhéroe llamado Almogávarman.
Se trataba de un hombre corriente; de un triste oficinista llamado Pepe que llevaba una vida, en apariencia, completamente aburrida y normal, sin sobresaltos, pero que, en cambio, estaba dotado de extraordinarios poderes sobrenaturales. Ninguno de sus compañeros de oficina podía sospechar que aquel hombre tan serio y callado era Almogávarman, entre otras cosas porque nunca había salido de nada, ni solía participar en las conversaciones que surgían a diario sobre asuntos relacionados con las Fiestas. Cada vez que algún peligro o amenaza se cernía sobre Villena, Pepe se metía dentro de una cabina de teléfonos y salía vestido de Almogávar. Como casi todas las cabinas de la ciudad estaban destrozadas, en ocasiones Pepe tenía que vestirse en un locutorio o en una tienda de telefonía móvil. La gente cuando lo veía surcar el cielo con la capa, el casco y la lanza se preguntaba: ¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¿Es Tarsicio Hernández?... ¡No, es Almogávarman!, respondían.

Pero de todos aquellos relatos, por el que mayor predilección mostré siempre fue por el titulado “Frankenstein o el moderno Festero”. Obra enmarcada en la tradición de la novela gótica que exploraba temas tales como la moral científica, la creación y destrucción de la vida y la audacia de la humanidad en su relación con Dios.

Aquella obra propició que consiguiera proclamarme ganador del “Primer Certamen de narrativa corta para niños con problemas de integración en las Fiestas”, organizado por el Gabinete Psicopedagógico Municipal. El premio, compartido ex aequo con un timbalero de ocho años de etnia gitana, consistía en poder presenciar el desfile de la Esperanza desde la tribuna de autoridades, y en la entrega de un cheque de dos mil pesetas para ser gastado durante un mismo día en cualquiera de los carritos de chucherías o puestos de los hippies asociados al Comercio de Villena. Ni que decir tiene, que nada más conocerse la noticia comenzaron a surgir comparaciones con el clásico de Mary Shelley: “Frankenstein o el moderno Prometeo”. La diferencia estribaba, principalmente, en que Shelley había decidido bautizar al protagonista con el sobrenombre de El Moderno Prometeo haciendo referencia al personaje mitológico encargado de arrebatar el fuego sagrado a los dioses para entregárselo a los humanos. Yo, en cambio, al hablar del Moderno Festero, me refería al pérfido ser que había osado arrebatar el fuego, la harina, las sartenes y las estrébedes a todos los concursantes del concurso de gachamiga del Ecuador.

En cuanto al contenido de la obra, decir que en ella contaba la historia del profesor Frankenstein: un científico loco que había intentado en ocasiones elaborar rechigüelas para beber (Rechimel), una bebida capaz de regenerar la flora intestinal del festero con el 0% de materia grasa y L.Casei imunitass, pero cuya verdadera obsesión era la de crear un festero perfecto a través de la materia inerte. Con el fin de lograr su objetivo, el profesor Frankenstein acudía todas las noches en secreto al Cementerio Municipal, y moviéndose en la húmeda oscuridad de las sombras, abría las tumbas con sus sacrílegas manos para extraer lo mejor de cada cadáver. De este modo, consiguió reunir el paladar de un catador de ajo, la cadera y los riñones de un rodador de bandera, el antebrazo y la muñeca de un cabo, las cejas de un jugador de truque, las bambollas de un alférez, las patillas de un contrabandista, la clavícula de un portador de la Virgen, la perilla de un embajador…

El profesor había instalado en una de las estancias de la Casa de las Fuentes un laboratorio destinado a su inmunda creación. Allí ensambló todos aquellos órganos mediante nervios, músculos y vasos sanguíneos procedentes de otros tantos festeros desaparecidos, dando origen a una criatura de gigantescas proporciones que calzaba unas babuchas del número cincuenta y nueve. A la pálida luz de la luna, el profesor vio de pronto al monstruo que había creado. Tras insuflarle una dosis de Cantueso por la nariz, observó cómo la criatura entreabría sus ojos ambarinos y desvaídos. Respiró profundamente y sus miembros se movieron convulsos. Después, entreabrió los labios emitiendo algunos sonidos inarticulados que parecían decir “Quiero un calentito”, a la vez que una mueca odiosa arrugaba sus mejillas.

Lo primero que hizo el monstruo nada más cobrar vida fue bailar el “aserejé”, coger un hacha para partir leña y hacerse una gachamiga de kilo en el patio. Eran las siete de la mañana y ya tenía ganas de juerga. Aquella criatura almorzaba tres veces al día, desfilaba sin descanso y rara era la noche que no acababa en el Pianillo o en el karaoke. Su creador, además, había tenido que instalarle una tribuna en su habitación para que durmiera, ya que se negaba rotundamente a postrarse en una cama.

Aquel ritmo de vida hizo que a los seis meses su cuerpo desfalleciera y enfermara. El profesor Frankenstein tuvo que llevarlo de urgencias al Centro Integrado. Viendo que los Almax, la Salvacolina y el Primperan no surtían efecto hubo de ser trasladado al hospital de Elda en una ambulancia, donde ingresó presentando un cuadro clínico de torzón agudo. Tras recuperarse en aquel hospital, decidió cambiar de hábitos y optar por la vida sana y el deporte. Todas las mañanas veía “Saber vivir” en la tele y por las tardes se dedicaba a jugar al baloncesto. Gracias a su enorme estatura y a su depurada técnica logró convertirse en la gran estrella del V-74, pasando a ser un verdadero ídolo para la afición…

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