De recuerdos y lunas

Gazapo

Sobre algunos dichos populares hay versiones e interpretaciones diversas. Los orígenes de muchos de ellos se pierden en el tiempo y en el espacio, confundiéndose frecuentemente literatura y decir popular. Y en ocasiones nos pasa como nos pasa con la disyuntiva circular que nos reclama saber si fue antes el huevo o la gallina, porque hay decires de la calle que inspiraron a los literatos y, viceversa, literatos que inspiraron los decires de la calle. Sabedores pues de que sobre las locuciones de las gentes hay muchas variantes, esta es la versión de un acertijo que mi hermano me recuerda que decía nuestro abuelo Mateo Amorós Tomás: "Tiré a lo que vi, maté lo que no vi. Y comí carne asada que ni en el cielo ni en la tierra era criada".

La solución que nos daba nuestro abuelo era que se había disparado a una liebre que estaba preñada y, por tanto, matando a la liebre también se mataba al feto. Y todo, por lo dicho, se comía. Aquí nuestra aversión. Pero aparte de lo enigmático de la segunda frase, refiriéndose a esa "carne asada" no criada ni en la tierra ni en el cielo, lo que mucho nos ha inquietado siempre de la adivinanza que nos decía nuestro abuelo es la primera proposición, porque revela lo incontrolable. Y lo que no podemos controlar, aquello que vivimos como líquido que se nos escapa de las manos, ligero por entre los dedos sin poder asirlo, nos inquieta. Nos agobia el conocer que más allá de las acciones que hacemos buscando un resultado concreto, el que perseguíamos, puedan sobrevenir otras consecuencias sin quererlas y de las que, incluso, podemos no tener conciencia de haberlas provocado. Y para más inri ser éstas terribles.

Este agobio nos pasó cuando, gracias a la película documental "La pesadilla de Darwin", descubrimos el trasiego de armas en torno al comercio de la perca del Nilo que comprábamos en el supermercado y los propios efectos negativos de la perca en el Lago Victoria. Ya lo contamos más o menos cuando en Villena.net escribíamos "Desde la Ocarasa". Uno se sienta en la mesa –vino blanco y manteles limpios, cubiertos apropiados, gotas de limón...– y el ñam-ñam no se interrumpe pensando que cada bocado puede equivaler a muchos muertos, que cada bocado puede ser producto de muchas tragedias.

Hemos dejado la faena organizada, hemos cumplido con responsabilidad en el trabajo y sabemos –Dios mediante– lo que nos va a ocupar la tarde. Y más: Ya miércoles, también hemos llamado a algunos amigos para vernos el viernes por la noche. Todo atado. Pero se nos va, sin saberlo, siempre algo. Siempre hay algo que se nos va. Siempre hay algo que no controlamos. Y muchas veces, sin saberlo, eso que no controlamos es la muerte. La nuestra o la de los demás. Luego, un día que nos hemos despertado solidarios, nos golpean ciertas cifras que nos aturden. Pero como lo que no vemos no nos duele, mejor no ver. Mejor no saber.

En el dicho de la supuesta liebre, lo que no vemos estaba también ahí, dentro de la liebre. Una liebre que corría y que tras el disparo certero ya no puede correr. Al morir la liebre, lo que la liebre llevaba dentro, diminuto, también ha muerto. De haberlo sabido... A lo mejor... A lo mejor hubiéramos evitado el disparo. A lo mejor no hubiéramos disparado si hubiéramos sabido que estaba allí una parte de este todo que por el disparo puntero muere. —Fue sin querer —podríamos decir—. Una lástima. Lo sentimos mucho. Fue un accidente. Un gazapo.

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