De recuerdos y lunas

Hemingway

Como no todos hemos podido orinarnos encima de Hemingway, como dicen que hizo el niño Miguel Bosé, nos hemos limitado a leerlo. De Hemingway conocía "El viejo y el mar", "Las nieves del Kilimanjaro" y "París era una fiesta". Ahora, gracias al regalo que dijimos de mi vecino Gracián que vivía aquí al lado, he leído “Muerte en la tarde”. Y esto nos dicta las palabras que habrán de ser sobre Hemingway.
Nunca he entendido cómo habiendo escrito "El viejo y el mar", metáfora de esperanzas, puede terminar uno suicidándose. En julio de 1961 en Ketchum, Idaho, Hemingway ponía a la historia de su vida un grueso punto final. Lo escribía con sangre. Disparándose con un fusil. Y no pudo contárnoslo como le gustaba contarlo para irritación de los remilgados Literary Humanists que denunciaron su regodeo en las realidades más crudas. El tiro "destrozó el cráneo como si fuera una maceta" —hubiera escrito quizás como cuando describió el efecto del cuerno del toro en el cráneo de Manuel Granero. Hemingway no escribía para finolis. Leído "El viejo y el mar" no entendemos cómo pudo suicidarse porque siempre cabe el consuelo, si no del gran pez, sí de su esqueleto. A lo peor es que el nobel no supo ni de la espina de sus esperanzas. Pasaba por una depresión, tiburón que nos acecha, que le impedía escribir. Y esto, el no poder escribir, sí que es la muerte para un escritor. Pero hablemos ya sobre "Muerte en la tarde" antes de que nos toque aviso la presidencia por entretenernos en el tanteo.

Aun no siendo aficionado a los toros es obra interesante. Eludo la calificación de novela porque no sé muy bien lo que es. Un "collage" dice Mandel en la introducción. Y nos parece acertada esta definición al ser un poco de todo. Y todo magistral. En "Muerte en la tarde" seduce hasta el glosario que documenta el libro. En él, Hemingway no se limita a una descripción académica de los conceptos sino que, en ocasiones, glosa comentarios jugosos. Véase por ejemplo cuando explica “Cojones”, con alusiones a Primo de Rivera; o “Cerveza”, convirtiendo el significado en una guía de bares de Madrid. Otras veces, no obstante, es un glosario preciso y limpio. Con la claridad pedagógica de quien explica muy bien a los que no saben. Este didacticismo lo emplea magníficamente cuando hace a lo largo del libro, a modo de crónica periodística, descripciones de las técnicas del toreo. No menos atraen los reportajes de sucesos vividos en el entorno taurino que independientemente desarrollados darían para una novela. Valga aquel caso de los gitanos que se vengaron contra un toro muy corrido que había matado a un familiar. Y muchos casos más. Porque cada muerte que nos cuenta el autor –y más si es de un torero– es elevada a la categoría de tragedia universal. Esta es la impresión que nos queda. Y la de mucha poesía entre líneas. Además, ya medio se ha dicho, el libro es guía turística experimentada con consejos propios de quien ha pisado como trotamundo el terreno. Y a lo largo de la obra, también Hemingway reflexiona sobre literatura. Y esta es la faena que más nos ha seducido. Sobre todo unos diálogos con una señora que son literatura fresca entre el surrealismo o el absurdo y la realidad.

Gracias, amigo Gracián, por darme esta oportunidad para volver a disfrutar de Hemingway. Ya sólo espero volver a torear contigo en esta plaza. Y como decía El Gallo: "Dejémosle la fuerza al toro". Lástima que la sed nos haya apartado un tiempo de literaturas.

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