La Rockola de Fernando

Homo homini lupus (*)

La noche ya era cerrada, pero ellos seguían allí, descansando y en silencio. Se miraban entre ellos y permanecían atentos a cualquier ruido o signo que pudiera indicar que estaban siendo vigilados o que algo no fuera bien. Nadie que los hubiera visto en esos momentos hubiera pensado que aquel grupo pudiera ser peligroso para nadie, al menos así se desprendía de su actitud, cuanto menos, apacible.
Vivían allí prácticamente desde siempre. Tal vez algunas temporadas pasadas fuera y un par de ellos que se habían unido al grupo hacía ya tiempo y que vinieron de fuera. Fueron bien recibidos y ahora, que se necesitaba más fuerza, lo eran con más motivo. Si algo habían aprendido desde jóvenes, era que a mayor cantidad de elementos en el grupo, mayor capacidad de llevar a cabo sus objetivos.

Muy lejos del pensar de algunos más viejos, ya desaparecidos, que habían alcanzado cierta notoriedad en su momento y que siempre o casi siempre habían ido de por libre. Lo que se llama un lobo solitario. No, ese no era ya su estilo. El momento exigía de ellos acciones cada vez más arriesgadas y habían aprendido que su fuerza era su unión, de la misma manera que sabían que era mejor confundir al enemigo antes de atacarlo si querían tener más éxito en su cometido.

El miedo les hace correr. El miedo no les deja pensar. Y era ese miedo su principal estrategia. No obstante, era también el motivo de que cada vez tuvieran que ir más lejos a perpetrar sus acciones de sangre y de que tuvieran que vivir escondidos la mayor parte de los días. Sobre todo desde que la prensa se les había echado encima, publicando fotografías de sus víctimas y de sus sangrientas hazañas. Aún tenían defensores que clamaban por ellos, pero verdad era también que esos defensores tampoco gozaban de un aprecio popular. La sangre mancha mucho y cuesta mucho de quitar.

En un determinado momento, el jefe se levantó y, como impulsados por un resorte, el resto hizo lo mismo. Ningún sonido, ningún aspaviento. Tan solo ese nerviosismo que pesaba en el ambiente y que hacía prever que la noche no iba a terminar bien. Poco a poco fueron saliendo de su guarida uno detrás de otro, con convicción, con pisadas firmes. Cada uno sabía perfectamente su papel y sabía que debía realizarlo. De no ser así podía acabar muy mal. No se admiten medias tintas en este negocio.

Al rato ya estaban cada uno en el lugar que debían ocupar. Allí al fondo se veía lo que iba a ser su objetivo de una tranquila noche de viernes. En pocos minutos, esa tranquilidad se vio completamente alterada y se convirtió en una vorágine de ruido, carreras, empellones y sangre. Las primeras víctimas empezaron a rodar por el suelo y un olor acre, a sangre fresca, lo fue invadiendo todo. En nada, a los gritos acompañaban los disparos y las voces de aviso, voces que llegaban tarde, pues el ataque estaba en su pleno apogeo. Nadie o prácticamente nadie se defendía y tan solo los que se encargaban de guardar aquello enseñaban los dientes y devolvían o intentaban devolver la agresión buscando también la sangre.

Lejos de allí, otro grupo muy diferente en forma pero no en acciones, sembraba el pánico y el terror. La noche parisina, esa que siempre nos habla de bohemia y de "folie", de glamour y de fiesta, se veía criminalmente interrumpida por aquellos que, en nombre de un Dios y de su profeta, habían cambiado el Corán por las armas y ahora, en vez de recitar salmos, predicaban balas salidas de sus Kalashnikov que segaban vidas, sueños, ilusiones y familias. La gente se escondía y corría sin saber qué hacer. Las sirenas comenzaban a adueñarse de la ciudad, en un aquelarre maldito que no presagiaba nada bueno. En el Bataclan, un lugar emblemático, la barbarie se hacía extrema y allí, como si de una ratonera imposible se tratara, eran más de 120 los asesinados. El jinete de la muerte se paseaba por París y nadie pudo impedirlo.

Mientras, el otro grupo volvía lentamente hacia su cueva. Habían tenido dos bajas, dos muertes debidas a los certeros disparos del dueño de la granja. Al final y con todo, si bien habían algunos podido dar un leve bocado, no les dio tiempo a arrastrar a ningún cordero con ellos. Una noche más los lobos pasarían hambre. Una vez más el género humano se estremecerá ante el horror de una muerte que nunca llegará a comprender.

Los primeros lobos se van extinguiendo lentamente, los segundos, cada día son más.

(*): El hombre es un lobo para el hombre.

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