De recuerdos y lunas

Ich bin ein Berliner

"Ich bin ein Berliner" —Yo soy un Berlinés. Lo dijo el presidente Kennedy en Berlín. Era un veintiséis de junio de mil novecientos sesenta y tres. Lo dijo en nombre de todos los hombres libres. Lo dijo cuando no hacía dos años que se había levantado el muro del que hace una semana celebrábamos su caída.

La guerra fría, fría desde el final de la Segunda Guerra Mundial, se había hecho físicamente cemento, alambre y muerte a principios de los sesenta. El presidente estadounidense quiso solidarizarse, en un discurso que es discurso de la evidencia y de la libertad, con quienes habían visto de la noche a la mañana –y lo "de la noche a la mañana" no es aquí frase hecha– poner cincha a la libertad. Aislarla. Encerrarla para no contagiar donde no existía. El muro se levantó para evitar lo que era evidente: Que el éxodo tenía una dirección clara este-oeste. No al revés. "La libertad –también lo dijo aquel día Kennedy– afronta muchas dificultades y la democracia no es perfecta, pero nunca hemos tenido que levantar un muro para impedir que nos abandonen." Esa era la realidad: Muchos abandonaban el levante. Muchos desertaban de ser "osis" –del este– para ser "wessis" –del oeste. Desde la construcción del muro escapaban de la República Democrática, ¡qué paradoja lo de democrática!, hacia la República Federal jugándose la vida. Y ni siquiera sabemos cuántas personas la perdieron. ¿Ciento treinta y ocho?... ¿Más de doscientos?... ¿Más de ¡cien mil!?... ¡Menudo faenón para la memoria histórica! Sólo el Spree que serpentea por la capital alemana sabrá cuántas espaldas mojadas se tragaron sus tiburones de frío y agua en remolinos y algas largas.

Pero el muro cayó. Cayó demasiado tarde porque estas cosas contra la humanidad siempre caen demasiado tarde. Demasiado tarde porque no debería haber existido ni un instante. Pero cayó y lo vimos caer. Y los espontáneos picadores del mundo que se convirtieron en institución lo hicieron añicos como depredadores minúsculos que sin prisa pero sin pausa consumen en diminutas raciones un objeto. "Para que todo el mundo –y no faltan clientes– pudiera tener su souvenir". Como escribe Günter Grass en "Es cuento largo".

—¡Mejor en fragmento que entero! —dirá el personaje Fonty o Theo Wuttke en esta compleja obra, novela de Berlín, que la crítica dijo que era magistral. Más adelante la sombra de Fonty, su compañero Hoftaller/Tallhover, le retrucará con una inquietante sentencia: —Llegará el día en que se añore la muralla de protección.

No espero ese día. Porque espero que la experiencia del muro de Berlín nos enseñe a superar todos los muros. Hasta esos invisibles que decía nuestra compañera Isabel M. Forte la semana pasada en nuestro periódico; o esos que se intuyen en el miedo a la libertad de Hoftaller.

Este verano estuvimos en Berlín. Jugábamos a poner un pie en lo que fue oriental y otro en lo que fue occidental. Como colosos en Rodas. O a zigzaguear caprichosamente con la bicicleta entre una zona y otra. O a saltar como el chispo que dicen entre Pinto y Valdemoro. Pero sin caernos en ninguna acequia. Jugar es fácil porque la geografía del muro se ha perpetuado en un itinerario de adoquines que es cicatriz de la memoria.

Yo quisiera toda la vida poder moverme con la libertad que nos movimos este verano en la ciudad que crece. Y compartir amistad como lo hicimos con Gloria, Pedro, Menchu y Jesús. Que también fueron auxilio. Y ser todavía más familia con mi familia de allí. Con el dulce Henrik, con Ange y con Peter... ¡Yo soy un berlinés!

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