De recuerdos y lunas

Jornadas de convivencia

Trabajo en un pueblo donde todo el mundo se conoce. Donde los apodos se heredan con honra (Morcillita, Joaquinita, Cariño, Campeón, Guripa…). En el pueblo hay cuatro centros educativos. Está la guardería municipal, muy bien atendida y muy bien dotada. Está la sección de preescolar, no menos cuidada. Está el colegio de primaria, el José de Calasanz, que necesita una remodelación física. Y está el instituto, el Miguel Hernández, que también acoge, desde hace dos años, a la escuela de adultos y otras muchas actividades formativas que alegran el corazón.
Como las distancias son cortas y la amistad y el contacto estrechos, hay una coordinación efectiva entre los distintos ciclos educativos, esto es, para entendernos mejor –que se nos va la voz al gremio y perdemos al lector–, entre los centros. En nuestro caso nos reunimos con los maestros del colegio que en el pueblo dicen de arriba porque efectivamente el Colegio, el José de Calasanz, está arriba, en el cabezo. Amén de tareas de programación didáctica (contenidos conceptuales mínimos, actitudes y costumbres básicas, procedimientos indispensables para el alumnado que pasará al Instituto…) invitamos a los futuros alumnos a unas jornadas para que se familiaricen con los espacios, con el profesorado y con los próximos compañeros. El curso pasado me tocó impartir a un grupo visitante una de las lecciones de bienvenida. Normalmente les llevamos a lo que para ellos puede ser más atractivo (laboratorios, aula de informática y pabellón cubierto), pero el año pasado, que habíamos instalado una caseta meteorológica y teníamos un grupo de trabajo para las observaciones, consideramos oportuno el mostrarles esta instalación. Mi estrategia era la siguiente: Les recibo en el aula. Me presento. Les doy la bienvenida y me los llevo a la estación para desde allí, desde la terraza donde está instalada la caseta meteorológica, aprovechando que hay una vista buena del pueblo y de la huerta y alrededores, les explico las características del espacio geográfico que habitan y algunos datos históricos de su población y comarca. Efectivamente, recibo a los alumnos. No acaban de entrar y… si eran veinticinco, cuarenta pidieron ir al aseo. Pongo orden a la avalancha y nos vamos a la terraza. Patatín y patatán, que si aquí donde la huerta y los musgos del tejado viejo, el norte; que si allí, el sur; que si el sol viene por Jacarilla, por el este; y que se despide por Hurchillo, por el oeste; que si poniente y levante que si levante y poniente; que si el Segura y el riego y las inundaciones y los terremotos y… que su pueblo estuvo a punto de llamarse Lugar Nuevo de los Canónigos. Y aquí, cuando quiero explicar lo de los canónigos, me viene la discusión científica. Un enterado –aprendiz lumbreras– me niega que eso de los canónigos esté en relación con el cabildo catedralicio ese que les he dicho. Que los canónigos son una comida que él ha comido. Que a su padre le gustan mucho y a él no tanto. Y que son así verdes como para ensalada.

Le doy la razón pero exijo la mía. Porque en el caso que nos ocupa se debe a los canónigos sacerdotes, a los que formaban el Cabildo Catedralicio en Orihuela, no a los canónigos verdura. No se queda satisfecho el rapazuelo porque le parece imposible que una misma palabra signifique cosas tan distintas. Yo le digo que hay algunas palabras así y que se puede jugar mucho con ellas y que resulta gracioso y que hay chistes y chismes inteligentes que se hacen con palabras.

—¿Jugar con las palabras? —se preguntó sorprendido.

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