Apaga y vámonos

Kito

La vida de los muertos perdura
en la memoria de los vivos
.

Marco Tulio Cicerón.

Cuando llega la noche y cierro los ojos me resulta imposible dormir, porque me asalta el recuerdo y te veo en Cañada, en aquel concierto mítico de los Papácigos, cuando nos fuimos a la barra mientras todos pensaban que estabas al mando de las luces, ignorando que habías dejado a Rafa, completamente borracho, haciéndose cargo de ellas.

Te veo también en Camelot. Te veo allí muchas Pascuas y muchos veranos, un montón de noches locas, pero especialmente una, seguro que te acuerdas. Con Pere y Migue, con el Macarruzo sonando en el Ford Fiesta y dándonos ánimos para asaltar las barras y la cabina del pincha, de la que nos trajimos varios regalos memorables, casi tanto como las andanzas por Alfafara y Bocairente, los cortafuegos salvadores junto a la hoguera, donde resonaban las guitarras de Alfonso y Normi, los chistes de Gaspar, los gritos de Raquel al encontrar el campo de minas…

Te veo saltar en Villena Rock o en cualquier lugar donde hubiera un concierto, en Villarrobledo o San Javier, en Madrid o Valencia, disfrutando con Lali, con Rake, con Tomás… con los Ilegales, con los Suaves, con Extremoduro, con Ska-p, con Platero y Tú, con los Toy Dolls, con La Polla, con Rosendo, con Los Enemigos –cómo me duele Septiembre–, bailando sobre las tumbas que hicieran falta –jodida ironía del destino– con tus queridos Siniestro Total, que tú me descubriste y que tardaré mucho en volver a poner, porque me recuerdan a la última Cena de los Idiotas, la que hicimos en tu casa, con Paquito, con Javi, con el Gallagher y el resto de la tropa, escuchando a los Siniestro mientras nos poníamos ciegos con los caracoles de tu abuela.

Te veo andar de aquella manera, con un tanga rojo jodiéndote la vida, por las calles empinadas de San Blas, volviendo a casa tras La Nochevieja, en mayúsculas, aquella de los canalillos, de las campanadas de Pajares, la noche de Ana y Miguel, la del regalo de 8 papeles, la noche que aprendimos que con Anais, Mercedes y Bego, más las que faltaban –Isa, Laura, María, Vero, Natalia…– podíamos irnos al fin del mundo, o a Cádiz, a ver cómo Ainhoa casi se parte el pie al bajar corriendo a abrazarnos cuando aparecimos por sorpresa para Carnavales, o a Amsterdam, con la mama, para ponerle la guinda entre Coffeeshops, escaparates, bicicletas y canales a las mejores Fiestas que he vivido, esas que empezaron un 1 de septiembre y terminaron un 19, cuando volvimos a Villena con reservas suficientes para poner del revés a toda la parroquia del Antonio y parte del Colosseo.

Te veo cada vez que cierro los ojos, pero los abro y no estás, porque te has largado a un sitio donde será Día 5 todos los días y andarás vestido de Nazaríe, orgulloso de tu traje, de tu comparsa y de tu gente. Espero no verte nunca allí –ya sabes que lo que para ti es el cielo para mí sería el infierno, y tampoco es plan–, pero seguro que, llegado el momento, encontramos algún lugar a mitad de camino, una especie de JJ donde tú me contarás, como cada año, cómo han ido las Fiestas, mientras yo te pongo los dientes largos con mis viajes exóticos. Un lugar donde pueda darte dos hostias bien dadas, por cabrón. Y donde darte después un abrazo muy grande y decirte cuánto te queremos todos. Para decirte, cuando las lágrimas me permitan hablar, cuánto te quiero y cuánto te voy a echar de menos.

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