La caja de música
A la hora de dormir, la caja de música acompañaba al susurro, al cuento contado, a las palmaditas de protección y al último beso de la noche…
Desde que comenzó esta maldita y acosadora pandemia y luego el confinamiento, la desescalada y la vuelta a empezar por los rebrotes, pensando el mundo que el virus se había rendido, este año 2020 será recordado como una auténtica pesadilla, tanto en la ansiedad personal como en la incertidumbre del futuro por una vulnerable economía. Exagerada o no, la sensación de miedo está justificada, porque la línea fronteriza entre el falso optimismo y la cruda realidad es a veces tan sutil que nos suele confundir. No sé a ustedes, pero a mí me ocurre esa sensación de un tiempo a esta parte, y cuando me recluyo en la cama para intentar descansar, olvidar y desconectar, me coloco en postura fetal.
En esa posición, como cuando era un niño, quizás para seguir soñando que sigo conectado a ese cordón umbilical ya inexistente que me protegía de los males y amenazas; blindarme ante mis propios fantasmas y la agitada vorágine social. Y miren por dónde, reflexionando sobre esta cuestión antes de intentar abrazarme a Morfeo, me acordé una noche de las cajas de música que regalábamos a mis hijas y que me sirvió ese recuerdo para una entrada en mi antiguo blog del Diván del Desencanto, fechado el nueve de diciembre de 2010. Y no sé por qué, quizás por la nostalgia o por el miedo, lo he recuperado para esta ocasión, porque hay historias en la vida que, por más que el tiempo pase, siguen vigentes en la memoria.
Porque de entre las cosas y objetos domésticos decorativos que me han seducido siempre se encuentran esas cajas de música, esas que, en algunas tiendas raras, porque ya no se estilan demasiado, suelen encontrarse en algún estante perdido. Esos pequeños recintos que dilatan las pupilas a los que estrenan la mirada, que provocan una sonrisa inocente y asombrosa cuando las observan en movimiento y que hacen girar los ojos cuando rota el armatoste sobre su eje con sonidos que no se sabe muy bien de dónde provienen. Cajas musicales, casi mágicas, desde que se ponen en marcha. Esas pequeñas maravillas que generan movimientos y sonidos sorprendentes que a veces te trasportan, me resultan encantadoras.
Las hay de bailarinas, de paisajes naturales, de centros urbanos, de mares, de cielos, de circos y carruseles, de payasos, pájaros, peces, de primaveras e inviernos con nieve, de soles y anocheceres y otras originales escenificaciones; y cuando los mueves o se le da cuerda para activarlas suena entonces la música, relacionada con el motivo, hasta que la relojería diga basta o se agoten las pilas. Me gustaban tanto que resultaba un regalo estupendo y favorito para mis hijas, cuando eran pequeñas churumbeles. Una caja para una, otra para la hermana, porque reunían los encantos del sonajero, del movimiento como si fuese una danza y una música evocadora e inspiradora. Ignoro si a una de ellas le gusta la danza por aquellos instantes.
Porque siempre, a la hora de dormir, la caja de música acompañaba al susurro, al cuento contado, a las palmaditas de protección, a la sábana que cubre y que ahuyenta a los duendes y al último beso de la noche. Las suaves melodías hacían el resto pues esos ojitos, ya cansados de los variados colores y las llamativas oscilaciones iniciaban su recogida entrega a la blanda almohada y se rendían agradecidas hasta el siguiente despertar. Esas niñas son ya mujeres y cuando regresan de largo en largo, desde Berlín o Barcelona, para besarnos hoy lo justo y compartir un trocito de agenda, todavía abren esas antiguas cajas de música donde vuelven a despertar viejos sueños, aflorando de nuevo los recuerdos.
Pocas creo que quedan ya, porque unas fueron desgastadas por el tiempo, otras, convertidas añicos por los descuidos y las imprudencias; pero aún conservo algunas y en algún socorrido tiempo las contemplo, las abro, les doy cuerda, siguen girando sobre sí mismas y me complacen sus armonías melódicas. Sonidos, ilusiones, añoranzas y a cada vuelta, todo gira hacia adelante, como las vidas mismas, como las ventanas desplegadas a nuevos horizontes. A ellas, Marta y Laura, qué lejos que están y cómo de largos se me hacen los kilómetros, las sigo llevando en mi pequeña caja, en esa urna de cristal ubicada en mi memoria por si todavía tiene la magia de la protección, del abrazo distante pero eterno y del milagro de salvarles de todo.
Y como tema elegido sugiero Yumeji´s Theme, del compositor japonés Shigeru Umebayashi.