De recuerdos y lunas

La mano del padre

Cuando leemos, hay frases que interrumpen la lectura. Y nos hacen escapar, hasta perdernos, más allá del libro que nos ocupa. Es como un paréntesis que se cuela entre líneas, un trampolín que nos lanza, bien hacia la memoria de lo vivido, bien hacia los sueños que queremos vivir. Y hacia la memoria de lo vivido nos condujo –o mejor, nos obligó– el aserto que Antonio Muñoz Molina escribe en "El viento de la luna": "Debería uno conservar el recuerdo de la última vez que caminó de la mano de su padre."

La frase resulta tobogán para la recordación. Dejo el libro abierto boca abajo para no perder la página, pero me pierdo por laberintos de recuerdos e imágenes intentando y deseando encontrar ese instante al que me insta lo leído: la última vez que caminé de la mano de mi padre. Y lo primero que me viene, no lo quiero como recuerdo, porque no me vale. Que bastante tiempo me costó cribar las imágenes de mi padre enfermo. Esas manos débiles y muy blancas. Esas manos dentro de mis manos para consolar el dolor, esas manos cogidas de mis manos para ayudarle a levantarse entre lamentos. No, no me sirven estos recuerdos que tanto persistieron tras su muerte. No me sirven porque yo quiero, azuzado por la lectura, encontrar el momento en que yo camino de su mano; y no aquellos en los que él, enfermo, camina de la mía. Momentos que duraron intensos porque fue demasiado intensa la enfermedad. Luego, gracias a Dios y al tiempo, he recobrado la imagen más vital de mi padre, imponiéndose sobre la del padecimiento.

Con los ojos cerrados veo ahora el pasado. Y veo mucha claridad. Es un domingo luminoso. He bajado con mi padre a comprar el periódico, a Pujalte. Como un relámpago veo el instante en que mi padre me lleva de la mano. Me ha dado la mano al salir de casa. Y cogiendo su mano mi mano, cruzamos la calle que es de adoquín. Y, caminando de la mano de mi padre, llegamos hasta donde los periódicos. Pero no veo bien porque me tiembla un poco el recuerdo, ante la duda de si efectivamente fue, esta vez, esa última vez. Pero no puedo recordar otras veces de después. La memoria es desorden. Y en ese desorden aparece la imagen de una foto en Mallorca, en la Cartuja de Valldemosa y se precipita otra imagen bajando de un barco. Cuando mi madre veía estas fotos siempre apostillaba que siempre, siempre, iba con mi padre. Sin embargo, no puedo precisar con firmeza la última vez que caminé de su mano. En las dos fotos estoy solo con él. En el recuerdo de la foto del barco no veo que lleve mi mano cogida de su mano. En la de Valldemosa no lo sé. No lo veo bien en ninguna de las dos porque se me borran. Se las pediré a mis hermanos. Por ello, salgo de la espiral de evocaciones y me agarro nuevamente al recuerdo de aquel día radiante.

Desde Pujalte volvemos al Paseo. La luz convierte en blanco y negro las cosas de la memoria y atrae los olores intensos. Los zapatos de mi padre huelen a betún. Brillan relucientes. Como el día. Mi padre despliega el periódico que es enorme. Lo hojea sin demasiado interés. En la puerta de casa, me quiero acercar al quiosquico Chino. Mi padre me ha vuelto a llevar de la mano. Su mano está perfumada de domingo. Está suave y caliente. Caliente como el sol caliente en una luminosa mañana de marzo.

(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba