La Rockola de Fernando

La Rockola de Fernando: El tiempo pasa

Hoy podría ser un día como cualquier otro, de no darse la circunstancia de que es precisamente el día, en que hace ya 60 años, yo vine al mundo. Era un día tal como el de hoy, de 1957, en una Valencia todavía no afectada por el desarrollismo y que, si me ciño a lo escrito por cronistas de la época, todavía tenía más de pueblo que de capital. Mis padres, 27 y 26 años a la sazón, habían decidido hacía casi un año instalarse en la ciudad, buscando la proximidad al puesto de trabajo de mi padre, socio cooperativista de una de aquellas empresas que bajo la forma societaria de cooperativas del trabajo, impulsadas por el gobierno franquista, florecían por toda España y de las cuales, algunas de gran renombre, como fue y es la cooperativa de Mondragón, todavía siguen conservando esa modalidad.
Nací en mi casa, práctica habitual en aquellos años, casa que formaba y forma parte de otra cooperativa, en este caso de viviendas, y es que aquel gobierno, para ser una dictadura, la verdad es que fomentaba y mucho la unión de trabajadores para conseguir fines diversos. En aquella casa pasé una gran parte de mi vida y a ella se van muchos de los recuerdos que a veces, a la sombra de esta montaña, me visitan a cualquier hora del día. A fin de cuentas, ya dijo el poeta que su infancia eran recuerdos.

Lo que para él fue un patio de Sevilla, para mí fue un jardín minúsculo, pero que encerraba toda clase de universos, y si en casa del poeta maduraba un limonero, aquí un caqui, un ciruelo, un peral y otro limonero aromaban los días dulces de las diferentes estaciones en que iban ofreciendo sus frutos a los moradores de la casa: mis padres, mi abuela y yo.

Desde aquella casa vi crecer el barrio y con él a Valencia. Aquel microcosmos que son los barrios fue mostrando, en sucesivas etapas, la desaparición de los campos, el crecimientos de alguna industria, el aumento de viviendas verticales, la masificación de las calles por los automóviles, al aumento de robos en la década-crisis de los 80 y finalmente el aluvión de inmigrados que de todos los colores, ropajes y acentos han ido llenando Valencia y otras ciudades a partir del 2000.

Yo, mientras tanto, me casé y seguí viviendo en aquel chaletito con jardín y patio trasero con dos alturas y pareado a otro simétricamente, a escasos 25 minutos del centro andando y que hoy ya sería impensable se construyera en aquella ubicación. Tras casarme empecé a viajar por trabajo y de ahí llegó el pasar mucho tiempo lejos de aquella provinciana ciudad que me había visto nacer. Así dejé que mis ojos se maravillaran con el resto de España, con una gran parte de Europa, con casi toda Latinoamérica y con parte de EE.UU. Luego de todo y ya por circunstancias de la vida, tuve que vivir primero en Azuqueca de Henares, un pueblecito de Guadalajara, y ya a los años de haber vuelto a mi casa natalicia, trasladar mi residencia a Villena y más tarde a este Vall de Laguar, a cuya sombra de su montaña escribo hoy estas letras.

La casa sigue estando en el mismo sitio y sigue siendo propiedad de la familia, ahora representada por mi hija. En aquel jardín aún nos sentamos de vez en cuando tres generaciones de sus habitantes y dueños y esperamos que, en breves días, otra generación empiece a disfrutar de dicho jardín y que con el paso del tiempo, se convierta en la cuarta propietaria de aquel chalet que en el año 55 compró mi padre por una cantidad de dinero importante para la época, pero que ahora se nos antoja irrisoria.

Y es que desde esta recién estrenada atalaya de los 60 años, uno se va dando cuenta de muchas cosas, tal vez porque ya le han pasado muchas cosas, demasiadas, y todo eso va marcando la piel, pero también el recuerdo y la inteligencia y entonces, decía, que nos damos cuenta de que la vida a veces no es ni más ni menos que un carrusel en el que diferentes niños se van subiendo y bajando del mismo caballo, que gira siempre al mismo ritmo y con la misma música.

Así que yo hoy os aconsejo que sigáis disfrutando del caballito y de sus vueltas, dejadlo que suba y que baje, sonreíd y saludad a todos los que vayáis viendo en cada vuelta, enamoraros de la niña del abrigo rosa que va detrás de vosotros montada en un elefante o del niño del abrigo azul que con una manzana roja de caramelo, conduce un flamante coche de bomberos, y dejad que vuestros ojos lo absorban todo, porque lo malo es que nunca sabemos cuál es el momento en que el carrusel para la música, apaga las luces y se detiene. Si conseguís que, en vez del caballo que montabais, os recuerden a vosotros, será que la vuelta ha estado muy bien dada.

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