El Ordenanza

La Toscana de Levante

El Ordenanza. Capítulo 10

“Los esclavos regresaron a sus haciendas riendo por todo el camino.

Mackandal había cumplido su promesa, permaneciendo en el reino de este mundo”.

Alejo Carpentier (El reino de este mundo).

 

Escena 1

Los nudillos de la mano derecha de Avelino golpean la puerta de la Alcaldía. Cuando obtiene permiso, acciona el picaporte y empuja la hoja. Se encamina hacia el escritorio y entrega un sobre cuadrado con el membrete de Bodegas La Boquera. Mientras lo abre, el alcalde comenta con el recién llegado:

–Estos de La Boquera se han hecho con más de medio monte.

–Así es. A mí me hicieron una muy buena oferta por mis tierras, pero la Casa Peñas no está en venta. Aquello es un pedazo de cielo.

–¿Tiene usted tierras allí?

–La viña de la bodega linda con la mía. Heredé de mi padre unas pocas tahúllas de terreno y una pequeña casa de labor. ¿Conoce aquello?

–Todavía no, pero eso se va a subsanar pronto. Me invitan este sábado a la inauguración de un nuevo pabellón en la bodega.

–Pues el sábado estaremos comiendo allí. Si le apetece, me gustaría que nos visitase.

–No le digo que no, Avelino, que estas inauguraciones suelen ser bastante aburridas.

–Invitado queda.

–Muchas gracias, Avelino.

Escena 2

Bajo la tormenta, el olor a tierra mojada es la base para que el pardo de las cepas emparradas sirva de percha al manto de pámpanos goteantes que protegen el mimado fruto dorado. Encima de él, aunque gris, el cielo más inmenso que puedas imaginar. Allí los viñedos se extienden hasta que la línea del horizonte se curva y el aroma de los racimos, húmedos de lluvia, limpios, imprime el imaginario sabor de la poción mágica en que se van a convertir. A sus espaldas, la orografía se eleva y recorta una pequeña sierra: la Serrata.

La casa de Avelino está justo a los pies de una cantera en la que, cada cierto tiempo, para que la empresa no pierda la concesión (dicen), se realizan pequeñas extracciones de material. No hay tecnología. No existe el tiempo. Sólo naturaleza viva, lenta y majestuosa.

–Buenas tardes, Aurora. Perdone que me presente así...

–Pero, ¡hombre de Dios! ¡Va usted empapado!¿Cómo se le ocurre con la que está cayendo?

–… quise venir dando un paseo, me ha sorprendido la tormenta a medio camino y...

–¡Ande, ande y entre! Le sacaré ropa seca para que no se resfríe.

Escena 3

El chándal azul marino le sienta realmente mal a la primera autoridad local: corto y ancho. Y no es que Avelino sea de mucha talla, es que el político es alto y delgado. Una vez fuera del cuarto de aseo observa como su anfitrión maniobra con una serie de cachivaches de cobre, ayudado por su yerno. En un sofá, casi al fondo, Javier dormita mientras sus dos niños pintan en una mesa baja. Aurora aparece por la puerta de la cocina y, afablemente, se dirige a él.

–Pero no se quede usted ahí. Siéntese, por favor. Acabo de preparar café. Avelino, ¿quieres uno?

–No, gracias, cariño. Estamos terminando de destilar el último cubo de hollejo.

–Chicas, ¿os apetece un cafelito?

La mujer se aproxima a una mesa donde tres chicas debaten sobre educación. Una de ellas es Anna, su hija. La muchacha, al descubrir al alcalde se levanta y se acerca a él con un gesto amable.

–Venga aquí con nosotras, seguro que tiene una interesante opinión sobre el tema.

–Pero, por favor, tutéame, que no soy tan mayor...

–Ven, entonces. ¿Recuerdas a Virtu, mi cuñada?

–Sí, claro, estuvimos charlando un ratito en la boda.

–Y esta es mi amiga Elisa. No pudo venir porque estaba de viaje por Irlanda.

Mientras Elisa se levanta, el alcalde se adelanta torpemente y siente cómo aquellos ojos (que, como dijo el poeta, son una sucursal del Cantábrico) recaen tímidamente en los suyos, al tiempo que, nervioso, le besa en ambas mejillas.

–Encantado.

–Gracias.

Avelino, que ha dado por terminada la destilación de aquel espirituoso, opta por sacar de una alacena y llenar varios vasos de licor con el líquido transparente y los va repartiendo entre los presentes, menos a sus dos nietos, claro. Así, cuando le ofrece uno al primer edil, le sonríe y le anima.

–Muchísimas gracias por venir. Ande, pruebe nuestro orujo casero. Le aseguro que le va a sentar mejor que mi chándal.

Y llega el momento, querido lector, de dejar que las gargantas se calienten con el licor, que las conversaciones acerquen a los interlocutores y que la lluvia de mediados de septiembre siga rociando los campos de la Toscana del Levante, como un retrato impresionista o una pieza de música simbolista.

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