Abandonad toda esperanza

¡Largaos de mis tierras!

Abandonad toda esperanza, salmo 555º
Siempre me he considerado una persona bastante templada, pero de un tiempo a esta parte vengo notando cómo crece en mi interior de forma progresiva una inevitable sensación de incomprensión, cuando no de abierto rechazo, a muchas de las conductas que me rodean. Conductas que, bien es cierto, habrán existido desde siempre pero cuya difusión las nuevas tecnologías han propagado y revelado a la vista de todos. Y como respuesta a ellas, me identifico cada vez más con esos viejos granjeros de algunas películas estadounidenses, ancianos misántropos que por voluntad propia llevan una vida ermitaña y a los que solo les preocupa, escopeta en mano, que las hordas de jóvenes descerebrados que viven en el pueblo más cercano invadan sus terrenos y echen a perder sus humildes cultivos bajo sus pisadas de bárbaros sin romanizar. Y dado que estas últimas semanas la cantidad de sandeces a las que me he visto sometido excede en mucho lo que puedo soportar, hoy quiero hacer mío ese "¡Largaos de mis tierras!" proferido como un alarido y convertirlo en este exabrupto público que grito a los cuatro vientos desde el púlpito que me presta -no sé si demasiado a la ligera- mi querido El Periódico de Villena, aun a sabiendas de que me granjeará la enemistad o incluso el desprecio de muchos que no opinen como yo. Francamente, no me importa, al menos no tanto como para guardármelo hasta que me provoque una úlcera: aquellos que quieran apartarse de mi camino, bienvenida será su marcha. Y es que ni los necesito en mi vida -es decir, en mi pequeña parcela, casita con porche y mecedora incluidos-, ni tampoco ellos me necesitan en la suya.

Todo esto viene provocado porque en apenas unos pocos días se han sucedido una serie de hechos que provocan urticaria a los que tenemos la piel sensible. Luego enumeraré varios de ellos, pero la gota que ha colmado el vaso ha sido, cuando el estúpido boicot al estreno de la última cinta de Fernando Trueba todavía está vergonzosamente fresco en nuestra memoria (colectiva), la proclamación de otro desplante organizado a una nueva película española. Como ustedes ya sabrán, El guardián invisible es la adaptación de la exitosa novela homónima de Dolores Redondo, que en principio no pensaba ver como tampoco he leído el libro... Ambas negativas, por cierto, basadas en opiniones de amigos cuyo juicio respeto (aunque no siempre comparta) dado que suelen basarse en argumentos lógicos y meditados (que, insisto, no siempre serán los míos porque no todos llegamos a las mismas conclusiones por mucho que meditemos de forma parecida).

He dicho que no pensaba ver la película, en tiempo pretérito, porque como ocurriera con La reina de España, frente a la caza de brujas me gustaría hacer mi pequeña aportación monetaria al antiboicot pasando por taquilla, para que una pequeña parte de esos euros que pago vayan destinados, aunque sea de forma solo simbólica, a cada uno de los artífices del film; incluida, desde luego, Miren Gaztañaga, la actriz que al parecer nos tildó de catetos, fachas, chonis y otras lindezas a los españoles en un programa de la ETB. Huelga decir que si el contexto y la intérprete no fueran vascos sino manchegos o extremeños, una afirmación similar no le habría supuesto tantos enemigos tras las murallas de ese castillo llamado Patria. Quiero dejar constancia de que he intentado ver el vídeo de las supuestas declaraciones para contar con la mayor información posible... y esto es más de lo que habrán hecho el 95% de los patriotas que han ejercido su juicio (nótese la cursiva, tan irónica como reveladora del sentido doble del término), basándose en lo que han oído de los correveidiles digitales de turno. Pero ha sido imposible: unos u otros, lo han retirado. Lo que sí he leído es el comunicado oficial de Atresmedia, que firman el director Fernando González Molina, la escritora del libro y la protagonista Marta Etura, y donde los firmantes no solo se desentienden de las supuestas declaraciones de la polémica, sino que subrayan que la presencia de la actriz en el film es muy secundaria: un manifiesto cainita tan vergonzante como el boicot que pretende torear. Je suis Miren Gaztañaga.

De todas formas, no me importa no poder ver el vídeo. No necesito escuchar opinión alguna al respecto de lo que para algunos es ser español, vaya en serio o en broma; ni tampoco sus disculpas posteriores, sean sinceras o no. "La única forma elegante de aceptar un insulto es ignorándolo; si no lo puedes ignorar, olvídalo; si no lo puedes olvidar, ríete de él; y si no te puedes reír de él, entonces es que seguramente te lo mereces". Son palabras de Russell Lynes, el historiador y fotógrafo que fuera editor de la mítica Harper's Magazine. Las suscribo de cabo a rabo, y es que no se puede entender el enfado bilioso de aquellos a los que supuestamente se les ha llamado catetos si ellos mismos no se reconocieran en la idea misma del catetismo; porque a quien está seguro y orgulloso de sí mismo, ¿qué puede importarle lo que cualquiera diga de él? Resulta obvio que el boicot no hace sino darle la razón a la proclama, humorística o no, pronunciada por Gaztañaga: España está repleta de catetos. A babor, como en la película de Alfredo Landa (la España actual no es muy diferente de la España del landismo, aunque hoy tengamos wifi), pero también a estribor. Catetos everywhere. Y es que no tiene lógica ninguna defender el boicot al resultado del trabajo de cientos de personas (según me han soplado, los créditos del film manifiestan que ha dado empleo a unos dos mil trabajadores) por las declaraciones -ofensivas o inofensivas, tanto da- de uno solo de ellos, como nadie con dos dedos de frente justificaría la quema de una empresa, fábrica o institución cualquiera por tener entre sus empleados a un imbécil rematado. Esta idea, por cierto, debería librar de toda responsabilidad a El Periódico de Villena (que es la empresa, fábrica o institución cualquiera) de lo que pueda decir un imbécil rematado (que sería yo).

Y para terminar con el Gaztañagate, una última advertencia: cuídense mucho y no pierdan de vista a aquellos que reclaman la libertad de decisión a la hora de no ir a ver la película (¿cuándo alguien les intentó imponer lo contrario?) para ipso facto colarte un spoiler del supuesto final de la cinta que ha corrido como la pólvora por las redes sociales arrebatando con violencia al respetable esa misma libertad de decisión que solicitan, con una desvergüenza y una falta de seso espeluznantes, para ellos mismos. Les recuerdo, a ellos y a ustedes, que poner cortapisas a la libertad del que piensa distinto tiene un nombre, y ese no es otro que fascismo. Conste que esto lo digo porque a mí sí me preocupa la libertad de mi prójimo, y prueba de ello es que no me afecta ni lo más mínimo el tema de la revelación final: al margen de que no pensara ver la película y que el hecho de que vaya a verla ahora sea un acto de rebeldía politicosocial más que el resultado de un interés real por ella, se debe a que lo que me puedan contar ya lo sé porque desde hace meses vengo disfrutando de las adaptaciones al cómic de la "Trilogía de Baztán" de Redondo que está realizando el guionista y dibujante Ernest Sala. Ya pueden encontrar en las librerías la segunda entrega, Legado en los huesos, que se lee en un santiamén y con un placer todavía mayor que su precedente, puesto que este artista catalán ha realizado un trabajo que hace gala de muchas virtudes compartidas con algunas series muy aplaudidas y prestigiosas del álbum francobelga. Así pues, aquí va mi más absoluta recomendación, al margen de que hayan leído o no las novelas originales... Pero, ojo: asegúrense de en quién se gastan los cuartos, porque a lo mejor un primo lejano de Sala o la cuñada de alguien que limpia los servicios de las oficinas de Planeta dijo alguna vez una soberana y ofensiva gilipollez.

Me detengo. Tomo aire. Y sigo, ya que estamos hablando de gilipolleces: en la misma semana en que saltaba a las redes la propuesta del boicot, la organización ultracatólica HazteOir fletaba su famoso autobús naranja, al que me resisto a llamar homófobo o tránsfobo porque lo que me parece de verdad es humanófobo: solo los muy fanáticos de una divinidad premedieval, con una actitud muy poco cristiana por cierto, pueden menoscabar tan abiertamente los derechos civiles de cualquier sector de la población, eligiendo como objetivo principal a los más desprotegidos (los niños), y quedarse tan anchos demandando después libertad de expresión a una sociedad que, en su gran mayoría y afortunadamente, los ha puesto en su sitio.

Vuelvo a detenerme. Tomo aire de nuevo. Y sigo: además del boicot y el ranciobús, hace unos días se emitió un programa televisivo que no vi pero del que supe días después, y donde ante la atenta mirada del presentador Risto Mejide (otro que tal) se enfrentaron la periodista Mercedes Milá y el bioquímico José Miguel Mulet al hilo de esa "enzima milagrosa" de la que algunos hablan, defendiendo o negando su existencia. Supongo que no hará falta que les diga de quién me fío más al respecto si atendemos a sus respectivos estudios y carreras profesionales. Mulet, claro, negó la existencia de esta sustancia, y el único argumento de la presentadora de Gran Hermano fue recomendarle a su interlocutor que leyera el libro de Hiromi Shinya que trata el tema porque está gordo y lo necesita. Toda una autoridad en la materia, como se ve, y respetuosa ante quien se opone a sus ideas preconcebidas con pruebas científicas en la mano.

Paro un momento. Y tomo aire otra vez. Y sigo, porque hubo más, mucho más: el pasado miércoles fue 8 de Marzo, el Día de la Mujer, jornada que buena parte de la sociedad cree suficiente como cuota a pagar para limpiar su conciencia dejando a las plataformas feministas un poco de tiempo más del habitual dentro del espectro de los mass media para hacerse oír. Jornada que, de nuevo, aprovechan esos cuñados que ya eran cuñados antes de que se celebrara el primer matrimonio de la humanidad para reivindicar la necesidad de un Día del Hombre o para manifestar que ellos no son ni machistas ni feministas, empleando así términos de los que no conocen ni su significado más básico, de forma pareja a como si yo me pusiera ahora mismo a darles lecciones de waterpolo o de pesca con mosca. También se sentenció el caso de Ricardo Osorio -repartidor al que me niego a referirme con el apelativo que empleó el youtuber para increparle y que ha hecho famosos a ambos-, con la victoria moral que supone el pago de treinta míseros euros a la Administración de Justicia (ni un duro al engreído de marras)... y la red se llena de comentarios que, poniéndose del lado de Osorio (con toda la razón, vaya), abogan por la violencia como solución (el consabido "tengo ahorrados sesenta euros, me los gastaría en darle otras dos hostias") y demuestran que o no han leído el artículo que habla de la sentencia o, peor y más probable, lo han leído y no lo han entendido. Y en cuanto a algunas opiniones vertidas sobre el último cartel de Unicómic, me las reservo para la columna que viene, que dedicaré a este evento, si es que no me han despedido antes.

Pero me detengo otra vez. Vuelvo a tomar aire, ahora por última vez, y será todo el que me cabe en los pulmones porque lo voy a necesitar. Como supondrán, les cuento todo esto para que entiendan mi hartazgo haciéndoles un poco partícipes del mismo... y es que a poco que me hayan leído y soportado hasta esta línea (y en algunos casos incluyo las 554 columnas precedentes), eso es signo de que o bien piensan como yo, o bien aunque piensen distinto tienen la suficiente mollera como para tolerar y escuchar al que piensa diferente pero trata de argumentarlo con cierta lógica. Así que comprenderán perfectamente mi desprecio ante estas situaciones. Situaciones que, por cierto, no necesito en mi vida más allá de lo inevitable: he tomado la decisión, crean que muy meditada, de que una vez terminada esta columna no volveré a intentar que ningún cabeza hueca más entre en razón. No me compensa. Y no pasa nada: el mundo es lo suficientemente grande para que podamos vivir en él los dos. Pero ellos por su camino y yo por el mío: abandono la militancia, y con ella reduzco mi presencia en redes sociales a un perfil bajo y abandono los grupos de WhatsApp que no sean herramientas de trabajo o contacto indispensables (quien me necesite después, podrá encontrarme sin problemas: es una de las ventajas de la era digital). Sobre todo aquellos grupos, y estoy en más de uno y de dos, que solo sirven para difundir chistes y gracietas que desde hace meses borro sin descargar porque la mayoría de veces no me hacen la menor gracia, o para compartir más material pornográfico del que cualquier persona necesitaría aunque viviera cien vidas. Grupos en los que cuando se celebran elecciones generales y vuelven a ganar los mismos de siempre, nadie dice nada (ni aunque sea a favor); pero en los que una final de fútbol con victoria para España llena la pantalla de banderitas rojas y amarillas y emoticonos de gente bailando, jarras de cerveza y fuegos artificiales. Grupos en los que la mayoría de participantes, voluntaria o involuntariamente, no sé si por la propia configuración del programa, no aparecen reflejados con su nombre y apellidos y por tanto opinan desde el anonimato. Grupos en los que, cuando alguien trata de discutir de algo mínimamente serio (y que la mayoría de veces soy yo), siempre se intenta reconducir la situación al statu quo, una fotocopia a todo color y con música celestial del mundo real en clave buenrollista... Y aunque esto último se haga, me consta, no desde la ignorancia supina sino de corazón y con la mejor de las intenciones, no es para mí: será que me pasa como a Jeanette, que soy rebelde porque el mundo me ha hecho así.

Sé que todo esto suena a discurso clasista, y no me enorgullezco de ello (¿Reconocerlo demuestra suficiente capacidad autocrítica como para que me perdonen? ¿Sí? Entonces circulen, aquí ya no hay nada que ver...). Pero me da igual: como les decía antes, enrolarme en esta guerra no me compensa. Deserto. Y es que a partir de ahora, en mi vida real mantendré las dosis justas y necesarias de hipocresía y civismo como para no hacerle a nadie la vida imposible; pero en mi vida digital (mucho más fácil de controlar que la analógica), no soportaré a más soplagaitas de los estrictamente necesarios: esto es, aquellos cuyo contacto con mi persona sea necesario para dar de comer a mis hijos, porque además de que ellos son lo más importante de todo, huelga decir que no tienen la culpa de tener por padre a un viejo granjero que masca tabaco mientras otea el horizonte bajo el cielo estrellado. Al resto de mostrencos y mamelucos (dos adjetivos que aprendí siendo niño de un sacerdote salesiano que nos llamaba así, a mí y a mis compañeros de clase, y al que pese a ello puedo recordar con mucho cariño por otras muchas razones), solo me queda mirarles a los ojos y espetarles, al más puro estilo de Clint Eastwood en Gran Torino: "¡Largaos de mis tierras!".

El guardián invisible se proyecta en cines de toda España; Legado en los huesos está editado por Planeta Cómic.

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