El Diván de Juan José Torres

Las torpezas comunes entre la especie humana y el reino animal

Nuestro avance intelectual ha permitido grandes logros científicos y tecnológicos, pero no ha resuelto las enormes desigualdades ni las eternas injusticias sociales

Nuestra especie humana, esa a la que pertenecemos porque antropólogos, filósofos y científicos nos quisieron distinguir del resto de animales por nuestra superior inteligencia, no deja de ser una mera ilusión respecto al calificativo de humano, pues los anales de nuestra historia están repletos de conspiraciones, guerras, venganzas y crueldades que poco demuestran cordura, sino contradicciones, improvisaciones y búsqueda del poder en las grandes esferas sociales: política, militar, religiosa y económica. Nuestro rápido avance intelectual ha permitido grandes logros científicos y tecnológicos, pero no ha resuelto el crónico problema de las enormes desigualdades y las también eternas injusticias sociales, cada vez más abismales.

Los animales suelen camuflarse mejor en su entorno, son más raudos y más pacientes, tienen mejor olfato, más vista y gran audición. No piensan en el mañana porque el futuro está en el presente. Cazan para comer, no por placer, y se abastecen para unos días. Nuestra especie humana planifica su futuro a medio plazo cuando las previsiones son presa de la incertidumbre. Millones de personas se las ingenian para llegar a final de mes, pero son incapaces de reflexionar sobre la causa y el origen de ese dilema; siendo otros muchos los que ni siquiera se plantean finalizar este período de tiempo con garantías y se conforman tan solo con comer durante el día. Visto así, no hay tanta diferencia entre las dos especies.

En el reino animal el ciclo alimenticio se sustenta por la supremacía de los más poderosos sobre los más débiles. En nuestro reino humano ocurre exactamente lo mismo. Los poderosos, succionando la sangre de la yugular a los más desvalidos, a los que califica de parásitos, individuos con mala suerte, que han vivido por encima de sus posibilidades o que no aprovecharon su oportunidad, acaban doblegándolos con escasa resistencia; dejando el suceso una advertencia ejemplar para los que intenten denunciar el abuso, por si acaso no sean los reivindicativos las próximas víctimas. La sociedad está conformada por colectivos que parecen sólidos: sindicales, empresariales, políticos, cívicos y un largo etcétera casi innumerable.

Sin embargo, lo que prima en la sociedad, más allá de banderas, ideologías o defensa de colectivos, es el sálvese quien pueda. En épocas de bonanza son muchos los inscritos, en períodos de crisis son más los desertores. Porque el instinto animal que llevamos dentro, que es individualista y egocéntrico, es más fuerte que la añoranza de un potente grupo que resulta estéril. Muchos depredadores en el reino animal buscan alimento en ataques estratégicos, organizados y en manada. Persiguen al más débil o a la más rezagada de las presas, que huyen despavoridas, y se hacen con ella. Afirman los naturalistas que es el ciclo de la vida. El más fuerte se alimenta del más frágil. Siempre ha sido así, dicen las hemerotecas.

Pero imagínense por un momento si el rebaño amenazado y perseguido organizara un escudo, en perfecta formación legionaria, e hiciera frente al león, a la hiena, al lobo o al tigre. La batalla se plantea como una partida de ajedrez: el lema del conspirador es si divides, vencerás; mientras que la consigna del grupo mayoritario debería ser juntos, venceremos. Esa es la cuestión. Pero lamentablemente el instinto de supervivencia predomina en medio del caos y aflora ese incómodo sálvese quien pueda. No existe por tanto ese impulso de conservación colectiva que evitaría, sin duda ninguna, que el atacante se lo pensara dos veces y luego retirarse. Los códigos naturales ordenan la desbandada para eludir el desastre.

El animal, de memoria más desarrollada aun siendo primitiva, no comete más errores tras intentos fallidos; el ejemplar humano tropieza varias veces en la misma piedra, quizás porque piensa que la experiencia adquirida es superior a la tentación de la suerte. No somos nosotros socialmente mejores que las fieras, pues ellas también se comunican e interrelacionan, respetando siempre al líder de la manada porque es el más fuerte, sabio y experto. Su lenguaje en forma de sonidos resulta más contundente y los mensajes son asumidos con elevada disciplina. Nosotros no. Hablamos continuamente, creemos que dominamos el verbo, controlamos otros idiomas, pero no nos escuchamos, imponiendo la verdad propia.



Si las grandes manadas se protegieran juntas y sin flancos débiles de sus cuatreros, probablemente el ciclo alimenticio se alteraría, o quizás el predador ingenie todavía más sus habilidades. Nuestra especie, llamada humana pero alarmantemente insolidaria, injusta y desigual, cuando avanza dos pasos retrocede tres; porque sin memoria histórica el futuro está condenado a repetir los fracasos. Es verdad que el mundo ha progresado con convulsas revoluciones, pero nuestra tensión arterial ya no está preparada para tanto sobresalto. Nuestras sólidas estructuras, nuestro Estado del Bienestar, la misma democracia de la que gozamos, se están desmantelando porque la fractura social se hace más grande y a pasos agigantados.

Con más pobreza energética entre los que tienen menos recursos, con una clase media cada vez más castigada por azotes económicos o pandemias incontroladas, los poderosos que gobiernan las logísticas se enriquecen más, dictan las normas, las pautas y los ritmos y esperan, sigilosos, a que el río esté revuelto para mayor ganancia de pescadores. Si perdemos la conciencia de grupo, de colectivo, de defender intereses comunes, si perdemos la visión global de que lo que le pase al vecino nos tocará a nosotros más tarde, estamos perdidos. El monstruo agazapado, escoltado por obedientes sicarios, nos volverá a cercar mientras corremos amedrentados en ese triste cántico coral del sálvese quien pueda.




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