En el último Estudio Internacional de Progreso en Comprensión Lectora (PIRLS, según sus siglas en inglés) participaron 57 países de la OCDE y la UE, con una muestra de 140.000 alumnos, 120.000 de ellos de la Unión Europea y más de 10.000 de España. Y los resultados que se desprenden del mismo son bastante descorazonadores: el alumnado de nuestro país retrocede significativamente en comprensión lectora desde el lustro anterior, y muy pocos de sus integrantes pueden situarse dentro del grupo de los lectores avanzados. Siendo más precisos: en el caso de los niños de nueve años, estamos doce puntos por debajo de la media del conjunto de los países de la OCDE y a siete puntos del promedio de la Unión Europea. También es cierto que la mayoría de países han obtenido resultados peores que en el PIRLS previo, pero a mí me parece aquello de que mal de muchos, consuelo de... bueno, ya saben.
Por supuesto, muchos analistas responsabilizaron de este empeoramiento al coronavirus: y es que siempre viene bien tener una pandemia a mano para que cargue con las culpas de todo. Pero esta hipótesis se desmonta si atendemos a que el problema de la lectura patente en esos infantes de nueve años -aquellos cuya formación como lectores se vio más perjudicada durante el confinamiento y el consiguiente cierre de los colegios- se agrava todavía más en la adolescencia, cuando el hábito lector decae considerablemente: si entre los diez y los catorce años un 77,5 % de los españoles se declara lector frecuente, ese porcentaje decae al 64,9 % entre los quince y los dieciocho años; y se reduce todavía más entre los mayores de edad, cuando se sitúa en tan solo un 52,4 % según las estadísticas de la Federación de Gremios de Editores de España del año pasado.
¿Y a cuento de qué viene todo este rollo?, se preguntarán ustedes. Pues viene a cuento de que como profesor de lengua y literatura y como padre de un adolescente y de un niño que lo será dentro de pocos años, y esto es algo que ya les he comentado en alguna que otra ocasión, el fomento de la lectura es una de mis principales inquietudes. Por eso mismo me he leído de una sentada (En) plan lector, el ensayo breve pero fructífero que el profesor Miguel Salas Díaz dedica a la relación entre adolescencia y lectura y donde, además de analizar el estado de la cuestión, propone una serie de consejos para reducir el abandono de este hábito sin duda fundamental para dar el salto con éxito a la edad adulta. Una cuestión esta última que, a estas alturas, debería resultar indiscutible y por tanto quedar al margen de todo debate al respecto.
En su libro, y esto vale tanto para progenitores como para docentes, Salas Díaz señala la importancia de leerles a los niños cuando son pequeños y carecen de la habilidad de hacerlo por sí solos. Y también insiste en la necesidad de crear espacios y momentos en el seno familiar donde se lea y no haya pantallas de por medio. Afortunadamente, el autor no es uno de esos presuntos teóricos o expertos del ámbito pedagógico que se han vendido a las empresas tecnológicas y a las grandes finanzas, y sin demonizar a las nuevas tecnologías -no se trata de eso- subraya las diferencias fundamentales entre leer en papel y leer en digital (spoiler: al final, las pantallas pierden): por supuesto que puede disfrutarse de las obras completas de William Shakespeare en un móvil, pero la capacidad de concentración se reduce cuando utilizamos un mismo soporte para todo y cuando Internet y las aplicaciones instaladas, con sus avisos y actualizaciones, están tan a mano. Por lo demás, y para concluir con mi recomendación de su lectura, cabe señalar que Salas insiste también en la conveniencia de rodear a los más jóvenes de libros: llevarles a las librerías, hacerles socios de una biblioteca pública, disponer de una buena biblioteca en los centros de estudio y contar con una nutrida biblioteca privada en casa. Es decir: que la lectura sea un elemento presente en el día a día, se lea delante de ellos y se hable con ellos de lo que se lee. Si no lo hacemos así, esta es una batalla perdida de antemano.
Y ya puestos que estamos enfrascados en este tema, es de justicia señalar que la editorial Gedisa ha recuperado recientemente Lectocracia, el fundamental texto de Joaquín Rodríguez dedicado a subrayar la necesidad de ejercer la práctica de la lectura como fundamento del espíritu crítico (esa y no otra podría ser la definición del término que da título al libro). Estamos ante un brillante ensayo literario construido a partir de estudios especializados ajenos, citas cultas y experiencias y reflexiones personales que apuesta por la vigencia de una utopía humanista edificada sobre los cimientos del conocimiento universal; y a este último solo se puede acceder a partir de la lectura de los textos de todos aquellos que nos precedieron e hicieron uso de su capacidad para la escritura.
Precisamente a la inevitable relación entre la lectura y la escritura alude una de las conclusiones del libro: el desarrollo de la competencia lectora debe ser paralelo al de la competencia escritora, pues escribir es una forma de verbalizar nuestra experiencia, así como de racionalizar aquello que comprendemos... y también aquello que no, como un primer paso del proceso a realizar para alcanzar a comprenderlo. Por otra parte, el autor -que en esta y en otras cuestiones sigue los postulados de Gianni Rodari, figura muy citada en sus páginas- señala que los jóvenes tienen el derecho a no leer nada de lo que les resulte ajeno e irrelevante. Y al hilo de lo digital -no puedo evitar insistir en ello: lo veo todos los días, en casa y sobre todo en el trabajo-, señala que este es un aliado, no un enemigo, puesto que “puede mejorar nuestra comunicación, expandir nuestra red de colaboración, proporcionarnos herramientas para la creación y el intercambio”.
Ahora bien: para llegar a este último punto, y esto ya lo digo yo y no Rodríguez (nótese que ya no hay comillas de por medio), es necesario contar con un estado previo de formación como ciudadano racional y crítico. Y para ello, hay que haber leído antes. Y bastante. Y, a poder ser, recurriendo a libros escritos por escritores profesionales, seleccionados por lectores profesionales (que los hay), revisados por correctores profesionales (que también los hay, aunque cada vez se les pague menos y por consiguiente hagan peor su trabajo) y editados por editores profesionales (que igualmente los hay, aunque a veces parezca que cada vez haya menos). En resumidas cuentas: que esta misma columna no cuenta. Así que, tal y como les digo a mis alumnos (futuros maestros de Primaria) de la Facultad de Educación cuando resumo semanas y semanas de clase en un solo axioma: dejad ya las pantallas y coged un libro. Por lo que más queráis.
(En) plan lector. Sobrevivir a la adolescencia sin dejar de leer y Lectocracia. Una utopía cívica están editados por Plataforma y Gedisa respectivamente.