De recuerdos y lunas

L’Océan

Fue una de las mejores sensaciones de este verano porque fue como introducirse en el profundo origen de las vidas. Perderse en la raíz primigenia y oscura de toda especie. Ser lo mínimo en lo máximo del ser vida. Fue ser. Ser esencia. Y fue dejarse llevar para sentir la envoltura líquida. Y respirar agua. En un océano de verdes.

Primero fue en Hossegor. Por la tarde. En los días siguientes sería en Seignosse. También por la tarde y, un día, al amanecer. En Hossegor fue andar un paso para saltar sólo una ola y sentir que todo el océano nos abrazaba. Sin límites. No hacer pie. No tocar más que agua. Intentar sumergirnos para llegar al fondo y no poder llegar al fondo. Lo profundo. La orilla estaba al lado, sí, pero parecía lejana. Una vez superada la única ola que rompía parecía orilla inalcanzable. La orilla estaba a menos de un tiro de piedra, a un paso como se ha dicho. Pero el paso fue pasar de un mundo a otro mundo. De la tierra firme donde vemos pisar nuestros pies, al incógnito fluido. Y me vino como la sensación de no haber nacido, la de estar en el mundo amniótico, en la vida vivida en su antesala de lo exterior mundano. Y no fue sensación de miedo porque era recogimiento en una inmensidad que sentía protectora. Ningún temor.

En días posteriores, en Seignosse, sí que sentiremos con cierto recelo los vapuleos de las corrientes. Muy fuertes hacia el sur. En Hossegor sólo era un golpe, en Hossegor sólo era la ola final y única, ola atrio que llegaba para decirnos que era mar y que al romperse con violencia en la orilla te engullía para dejarte en el abrigo de agua. De toda el agua. Abrigo relativamente en calma. Relativamente relajante. Era como un golpe que te anestesia para llevarte a otro lugar. Un zambullido zas y otro mundo. El mundo del agua. Del origen. Principio del ser. En días posteriores, cuando las poderosas corrientes en Seignosse, será un sentir la fuerza de lo externo, la fuerza de una naturaleza salvaje que bien nos sirve como nos obliga. Aún así será placer. Origen y marcha.

Hossegor, abierto al Atlántico abierto, sin límites de geografías –acaso se percibía hacia el sur el relieve de la costa de España como si España fuera neblina, como si fuera de humo saliendo de una marisma– se nos abría para acogernos.

En Seignosse será diferente. Será sentir las corrientes que nos llevan. Resulta difícil nadar a contracorriente. Ahí el dolor. Lo cómodo es dejarse llevar. Pero esto tiene el riesgo de dejar de ser. De perderte sin saber dónde. Y aunque puede resultar interesante sentirse madera a la deriva porque te hace sentir la fuerza del agua, sentir fuerza natural, termina resultando agobiante, sobre todo cuando notas que vas por donde no quieres ir. Así, vale la pena pelear con mañas diversas. Y unas veces habrá que vencer la ola por debajo, otras por arriba. En ocasiones un pequeño impulso es suficiente, otras veces habrá que afirmar y batir con fuerza contra la ola. Hay bañistas que se dejan llevar y sus cuerpos chocan contra otros cuerpos provocando lesiones. Hay bañistas que son revolcados por el mar y se levantan atolondrados; otros, un poco más lejos y hacia el norte, aprovechan las olas con sus tablas para surfear aliados del mar. Y valdrá la pena sentir todo: el arropamiento del agua cuando nos acoge con sus misterios, los revolcones violentos de las olas.... Todo. Sin perder la perspectiva de cualquier horizonte. Cualquiera.

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