Fuego de virutas

Londres

No quisiéramos que el volcán de incertidumbres y miedos que traíamos la semana pasada recordando nuestra experiencia en el Londres agitado de agosto del verano pasado sea baldón para la memoria de una ciudad que resistiéndosenos por absurdos prejuicios nos sedujo desde el primer momento. Si nos costó viajar a Londres, posponiendo la posibilidad en varias ocasiones, tenemos que reconocer que nos sedujo desde el primer momento. Ya desde el aeropuerto, en el autobús, entrando, observando a través de los cristales barrios y arquitecturas de sus alrededores, supimos que la ciudad nos iba a conquistar.

Y más caminando, maletas a cuestas, buscando el hotel entre calles victorianas. Esas arquitecturas que llevábamos leídas y familiarizadas de la mano de Dickens y esos espacios urbanos de la Revolución Industrial que nos traían a la memoria los descritos por Engels y por los informes de las comisiones parlamentarias sensibles –a saber si hipócritas– a los estragos del capitalismo salvaje. Esos espacios se nos mostraban contemporáneos. Precisamente, durante la espera en el aeropuerto y en el avión, calmando nervios, habíamos rematado la lectura de "El último Dickens" de Mattheu Pearl. Novela que si también se desarrolla en espacios transatlánticos, no deja de traernos esa Inglaterra perpetua del Imperio que paseábamos.

Londres cielo de Peter Pan, de Wendy y sus hermanos reflejados con las estrellas y las luces de la ciudad en el Támesis. Londres prisión oscura de reinas y cuervos beefeaters. Hyde Park con sus misterios y bellezas, gansos y patos, bicicletas y barquitas para el solaz. Parque de enamorados y niños. Londres en bicicleta, Londres caminando, Londres en autobuses rojos de dos pisos, en metro de estaciones hermosas –diariamente partíamos desde la de Earls Court– y Londres de trenes hacia las geografías fantásticas de Harry Potter, estación de King's Cross. Londres camino de Oxford, de Cambridge donde paseamos plácidamente campiñas y colegios. Londres donde las suaves lomas de Notting Hill y las arquitecturas reconvertidas en Covent Garden o en Camden, magnífico Camden. Emociones en Abbey Road.

Nuestra adolescencia fue beatlemaníaca. Otros tuvieron más pasión por los Rolling. No sé si en esto había alguna determinación social. Entre los que éramos de los Beatles solía haber más pijos. Uniforme de Lacoste, Pulligan... Calzando castellanos. No sé. Abbey Road, el paso de peatones de Abbey Road, el estudio, tienen ya caracteres de santuario. Los conductores que frecuentan la calle deben estar hartos. En los conductores de autobús se aprecia cierta resignación: —¡Tourists! —se les intuye mascullar con simpatía. Un cuarteto imita la portada del disco. ¿Enigmática?: En vanguardia, Lennon de blanco, con las manos en los bolsillos; le sigue Ringo y tras él, descalzo, con el paso cambiado y con un cigarrillo en la mano derecha, McCartney y, el último, Harrison. Otros simplemente se fotografían en el paso. Otros, en familia. Como esa imagen simpática de los Simpson que se ha popularizado en camisetas y souvenirs. Algún día habrá que agradecer a los Simpson su carácter enciclopédico y su quehacer umbilical entre generaciones.

Si a Londres nos llevaron arrastrado –entre otras cosas el avión se nos hace cada vez más cuesta arriba, sobre todo desde que aquel avión en Madrid nunca llegó a Tenerife porque no voló afirmándose en el punto de no retorno cuando una semana antes habíamos viajado a Tenerife en la misma compañía y... – reconocemos, lo hemos dicho al principio, que desde el primer momento fue una ciudad que nos sedujo. Y como siempre, callejeando, dejándonos llevar. Y nos queda Westminster, la City, el Soho... Los pubs. Los Museos. ¡Y Greenwich!, donde aquel pequeño restaurante marinero de ventanas azules. Y tanto. ¡Londres!

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