Opinión

Los bombachos son para el verano

El verano me sigue trayendo a la memoria un sinfín de imágenes y recuerdos que ni el tiempo ni la distancia han sido capaces de borrar. El verano ha sido siempre para mí, como ya he dejado entrever en semanas anteriores, un tiempo de nostalgia y frustraciones. Todos los veranos de mi vida han estado marcados, hasta ahora, invariablemente por la tristeza y el desamor.
El verano, no obstante, siempre fue para mí como la antesala de las Fiestas, y las Fiestas, siempre fueron sinónimo de desencanto y decepción. Recuerdo que durante las noches de agosto todo mi cuerpo se empapaba con gotas de sudor debido al calor. Mi madre, al verme chorreando inquieto sobre las sábanas siempre me preguntaba: “Andrés, ¿tienes fiebre?”. “No mamá”, le respondía. “Esto que ves no es sudor. Es simplemente que mi cuerpo está llorando. Son lágrimas de tristeza y desamor que me brotan por todas partes, porque mis ojos son incapaces de albergar tanto infortunio”. Y es que, en aquellos momentos, era realmente trágico y terrible el hecho de no salir de nada. Se puede decir que no hay nada más duro que ir vestido de paisano por las calles de Villena del cinco al nueve de septiembre, cuando se tienen catorce años y todos tus amigos salen de algo.

Aquel año, el año en que cumplí los catorce, recuerdo que robé un traje de Moro Nuevo de una tintorería para poder ligar y ser como los demás. El traje olía a Fiestas, porque las Fiestas, según los cronistas, huelen. El traje estaba lleno de lamparones y conservaba todavía restos de pólvora, fideos, alábega, gofre, estiércol y sudor en todas sus comisuras. A día de hoy, puedo aseguraros que hay pocas cosas en la vida que me hayan impresionado tanto como desplegar unos bombachos. Descubrir la cantidad de metros de tela que albergan unos bombachos en su interior fue, sin duda, una de las experiencias más impactantes de mi vida. Los bombachos son, pensé en aquel momento de forma metafórica, como una especie de preservativo que se desenrolla y se ajusta al talle de cualquier persona, sin que importe el tamaño o la medida del individuo que se los pone. Los bombachos, seguía pensando, son ideales para hacer doblete, porque no importa la diferencia de estatura que exista entre la persona que se los pone y la que los presta. Aquel paralelismo hallado entre los bombachos y los profilácticos me ocupó largas noches de cábalas y reflexiones que quedaron plasmadas en lo que acabaría siendo mi primera y, hasta ahora, única obra teatral. Obra existencialista, descarnada y cruel, exenta de toda clase de fervor festero, a la que bauticé con el nombre de “Los bombachos son para el verano”, y en la cual se narra la historia de un niño que está harto de salir de Cristiano porque los pantalones le pican y decide comprarse unos bombachos de Moro, pese a la oposición de sus padres y de la sociedad en general. La obra fue calificada como herética desde un primer momento, y censurada por los sectores más ortodoxos y conservadores de la población. Algunos pensaron que se trataba de una apología del Islam; una especie de “Conversión del Cristiano al Moro”, en contraposición a la ya existente “Conversión del Moro al Cristianismo”, y me acusaron de alborotador por ir en contra de las tradiciones. Durante aquel periodo, recibí la amenaza de grupos radicales de monaguillos, manolas y costaleros que procedieron a la quema de tiendas de retales, mercerías, casas de modistas y toda clase de locales donde se pudiesen vender o confeccionar bombachos y telas de raso.

La noche del día seis de aquel mismo año, fui detenido por la policía en el momento en que intentaba colarme por la parte de atrás de la Troya con una pértiga. Al parecer, el dueño de la tintorería había puesto una denuncia y la policía me había estado siguiendo la pista. Una vez en comisaría me hicieron despojarme del traje y me incautaron una mata de alábega, un martillo de juguete y una manzana de caramelo que no me había podido terminar. Allí mismo coincidí con varios arrestados. Uno de ellos era un pirata que estaba prestando declaración y que no se acordaba de ninguno de sus datos personales ni de lo que había hecho. Al hombre, habían tenido que ponerle un gotero de Cantueso y pincharle tres carajillos de ron para que se calmase y dejase de echar la capa al suelo y de dar volteretas delante del juez.

A día de hoy he olvidado su cara. No recuerdo ningún rasgo físico de aquel hombre. Lo que no he podido olvidar jamás es su olor, porque aquel hombre olía a Fiestas, como el mes de agosto, como aquel traje robado. Porque desde niño, había leído y oído decir miles de veces que las Fiestas huelen. Y es cierto. Huelen tanto que, a veces, pueden llegar a asfixiar…

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