Lo que pienso de

Los Cuentacuentos

El otro día le escuche a un psicólogo que la imaginación es una fuente inagotable que tenemos los seres humanos, sea cual sea nuestra edad, sexo o condición social. Queramos o no, decía, siempre andamos imaginando cosas, situaciones, conversaciones y hechos. Cuando alguien nos cuenta algún suceso, nosotros imaginamos ese suceso como si hubiéramos estado allí, lo que produce finalmente una deformación entre lo sucedido y lo que nosotros imaginamos. Conforme lo iba escuchando, yo misma iba imaginando muchos casos en los que he experimentado eso mismo, la manera en que la propia imaginación enriquece o empobrece un hecho concreto.
Me acordé de cuando de pequeña me contaban cuentos y yo ponía en mi mente el escenario, la cara de los personajes, los vestidos con los que se cubrían... O cuando ya mayor llevaba a mis hijos a la biblioteca a escuchar al cuentacuentos, que con su voz los transportaba a otros mundos, llenando sus vidas de fantasía y seres imaginarios. También caí en la cuenta de que vivimos rodeados de cuentacuentos, muchos de ellos con intenciones menos nobles que aquellos que van de biblioteca en biblioteca estimulando la imaginación de los más pequeños.

Alguien, bastante listo por cierto, descubrió un buen día la manera de transmitir a la gente cuentos con los que alimentar la imaginación de los adultos, partiendo de sucesos que nunca sucedieron tal cual los relatan los propios cuentistas. Cuentistas hemos tenido de todos los colores. Sin ir más lejos acaba de terminar el cuento del 11-M, pero todavía queda mucha gente, por lo que se oye en la radio, que cree más en el cuento que en lo que realmente pasó, según se ha visto a lo largo del juicio. Pero los cuentacuentos siguen en sus trece, que si la princesa no era de oriente medio, que si el príncipe era vasco, que el castillo no era una mezquita sino un caserío, el desierto no era tal desierto porque había vacas pastando, etc. Y nos lo cuentan sin ningún pudor. En algún momento he llegado a ver a los que estaban guardados en la habitación de cristal con chapelas y bufandas de la Real Sociedad. Tanto escucharles por todos los lados el mismo cuento, yo misma, que desde aquello del barco lleno de petróleo no les prestaba mucha atención, había llegado a creer en algún momento en lo que decían los cuentacuentos.

Si les escuchamos hablar del agua ocurre tres cuartos de lo mismo, se aprenden un cuento y lo repiten todos a la vez en todos los sitios, que si el agua de Cullera no vale, que la que vale es la del Ebro, todos los días lo mismo. Luego te vas un día al Azud de la Marquesa y resulta que están regando allí el arroz y no se muere nadie. Pero vuelves aquí y la misma historia de siempre. El otro día en la verdulería me ocurrió una anécdota digna de contar: resulta que tuve unas naranjas en la mano que eran de Cullera, lo descubrí leyendo las etiquetas que les pegan en la piel. En cuanto leí Cullera, lo primero que le pregunté a la verdulera fue que si sabía si las naranjas eran del Azud de la Marquesa, la chica me miró como si le hubiera dicho hija de mala madre, “pero cómo voy a traer yo aquí unas naranjas del Azud de la Marquesa”, me dijo. Yo le contesté “míralo bien porque yo estuve allí y me da la impresión de que todas las naranjas se riegan con ese agua”. Como me vio tan fundada me dijo: “pues éstas son las naranjas que traigo toda la vida y no se me ha muerto nadie, pero hazme un favor no lo vayas diciendo por ahí”.

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