De recuerdos y lunas

Mamelucos

Hay efemérides que, por aquello de que la memoria colectiva hace patrimonio común, construyen nación. Pero algunas de estas conmemoraciones resultan más patrioteras que patrióticas. Por exacerbadas. Por enaltecedoras de. Por exagerar mucho los orgullos. Por esto, me da miedo que este dos de mayo se nos vaya de la mano mirándonos con regocijo en la barriga de lo patrio y, borrachos de tanta jactancia en lo propio sea, la glosa contra el pérfido gabacho y la loa de las impolutas virtudes nacionales defendidas con tesón frente al invasor, el balance regoldado del banquete festivo de la victoria.

Miedo me da porque la resaca, regodeándonos en el triunfo, puede dejarnos ciegos ante los vicios también nacionales. Defectos que algunos sin pudor también apuntan en el haber de las virtudes porque... ¡Qué mejor que todo lo nuestro! En lo que nos ocupa y ocupará en torno al bicentenario del Dos de mayo, no debemos olvidar que el mismo pueblo que se levantó rabioso contra un trono impuesto desde fuera y desde el engaño, es el mismo pueblo que gritará el "¡vivan las caenas!" que coronará a un déspota traidor, "el Deseado". El mismo pueblo que huyendo del ejército invasor se refugiará en Cádiz, en la Isla de León, para escribir en los anhelos de los españoles y europeos la palabra "liberal" y otras tan bellas, es el mismo pueblo que, cuando toque, azuzará hacia el exilio a los liberales. Hoy tú, mañana yo, será España otra vez más en su historia un pueblo cainita que no tolera al hermano que piensa, dice o cree diferente. Pero no precipitemos ahora los hechos y vayamos ordenadamente al principio, cuando hace doscientos años, cuando aquella jornada del dos de mayo de 1808. Centrémonos en ese instante, que ya continuarán los fastos inspirándonos más letras.

"Que nos lo llevan" —dicen que gritaba la masa irritada que, en contra, se había concentrado ante el Palacio Real al saber del traslado a Bayona del infante Francisco de Paula. El entonces comandante francés Joachim Murat, Gran Duque de Berg, cuñado de los Napoleón, gobernador impuesto en Madrid, en aquella jornada descargó y cargó contra el pueblo. Y la irritación, desde las puertas del Palacio Real, se catapultó y corrió como la pólvora, como la sangre precipitada, por toda la Villa y Corte enfrentando a los ciudadanos contra las milicias francesas. Los choques más violentos se produjeron en la Puerta del Sol, o cerca, donde los mamelucos sembraron la violencia cargando con sus caballos y sus cimitarras contra los madrileños. Si no es estampa instantánea porque el cuadro es de 1814, la retina de Francisco de Goya si acaso lo vio, o la memoria si se lo contaron, retiene la imagen para inmortalizar al pueblo de Madrid.

Y a veces resulta juego o pesadilla el mirar un cuadro, porque como armario de "Poltergeist" uno es absorbido hacia él. Entonces... En la espiral de violencias amalgamadas me veo, soldado francés, en el suelo. Degollado. En una postura imposible si no es porque estoy muerto y soy como de goma. La muerte me ha hecho de goma. Y tengo, como tiene la Santa Cecilia que hay encima del piano de casa, aquella que compré en las catacumbas de Roma, un corte en el cuello por el que sale aún sangre. Que se seca. Soy un pelele de la muerte. Qué curioso que en América "mameluco" sea también "pelele". Quisiera haber sido –¡español!– quien apuñala a un jinete abriéndole ríos de sangre. Pero, de ser yo ese valiente, me asustarían mis ojos de ira.

Y me resigno, entonces, a ser un muerto.

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