De recuerdos y lunas

Maravilla

Hay dos cosas que en los últimos tiempos han despertado mi instinto cazador, instinto que dicen primitivo. Una, las pomposas presentaciones en PowerPoint que nos amenazan durante todo el año en conferencias, cursos, promociones... Y otra, propia de las fechas navideñas, los Papá Noel descolgados en balcones y ventanas. En ambos casos siento una indomable necesidad de tener una escopeta a mano para intentar diana. Lo siento por sentirme violento. Pero no puedo evitarlo. Es irresistible. Instinto.

Con las presentaciones en PowerPoint me viene a la memoria –remembro, leal Andrés Leal, remembro– algún pimpapum de feria articulado por el que aparecían y desaparecían, se tumbaban y se levantaban, patitos metálicos, amarillos con puntos grises, acribillados de balín, navegando sobre una cadena grasienta de ruidos. Así veo yo las palabras y las imágenes cuando algún colega imparte lección dosificándonos, a golpe de clics, los conceptos y los dibujos, los esquemas y las ilustraciones, administrándolos con mayor o menor animación: giros, parpadeos y cabrioladas, lectura en espejo y lectura normal, boca arriba y boca abajo, entrando o saliendo por la derecha, por la izquierda, piruetas de colores... Y a veces se me ocurre que alguien podría gritar: ¡Plato! Lo mismo con los Papá Noel. Pero estático. Sin movimiento. Como en aquellos pimpampums en los que había que atinar a un mondadientes. Eso con la imposible puntería de unos rifles que siempre suponíamos trucados.

Pero yo no quería hablar de mi instinto cazador que siento troglodítico y que creía muerto. Pero debía de estar sólo dormido, porque ahora ha despertado. Yo quería hablar de la Navidad. Si para mí son fechas que no necesito especial motivación para estimarlas, este año, desde que en agosto agradeciéramos a Ramón Tomás su felicitación navideña del año pasado, aquella que nos regaló cuando la presentación del "Día 4 que me fuera" del embozado Andrés Ferrándiz Domene, Ramón Tomás ha seguido enviándonos tarjetas de otros años que han venido a decorar mi casa de Navidad paulatinamente, con la constancia más o menos regular, pero siempre entrañable, que tiene el correo tradicional. En casa, estamos encantados con sus tarjetas, especialmente mis hijas Carmen y Teresa que aprecian la manualidad de Ramón como magia y quieren imitar la mucha fantasía. Y la generosidad de Ramón ha sido tanta que cuando vienen del colegio se han acostumbrado a escudriñar el buzón, ya no para ver como de costumbre si les ha llegado la revista infantil que coleccionan o alguna carta de los tíos de Santander, sino para ver si entre los sobres que rebosan hay alguno que ponga en el remite Ramón Tomás... Villena. Cuando encuentran alguno gritan: ¡Bien! Y han aprendido y saben que las cartas de Ramón hay que abrirlas con cuidado, como quien abre celofán para descubrir un frágil regalo. Con mucha delicadeza.

Ramón nos dirá que exageramos aplaudiendo su labor, pero todo lo que vivo y descubro en torno a estas tarjetas manuales es maravilla. Maravilla porque son muy bonitas. Maravilla porque son muy ingeniosas. Maravilla porque son trabajo artesano que se cobra el afecto. Maravilla porque algunas nos traen espacios villeneros que abandonamos por venirnos forasteros a estas tierras donde el río muerto. Maravilla porque la labor de Ramón es labor de filigranas que sólo se explica desde un enorme aprecio a la amistad. En una de ellas –que es despegable de delicados abetos geométricos– se cita al poeta Tagore: "Yo dormía y soñé que la Vida era Alegría. Desperté y vi que la Vida era Servicio. Serví y comprendí que el Servicio es la Alegría". La cita nos explica el tanto afán entregado de Ramón.

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