Vida de perros

Mis pequeños “puros”

Me es imposible comenzar sin acordarme una vez más de la dichosa Ministra, no de Carmen Calvo, de la que también me acordaré más adelante, sino de Elena Salgado, nuestro ángel de la guarda, nuestra única posibilidad de alcanzar la inmortalidad, nuestra dietista, madre e incansable cuidadora. Más allá de la insoportable Mercedes Milá y su aversión al tabaco y a las personas, encontramos en versión institucional a Elena. Y a ella habría que hablarle peor si cabe que como habló JoséMari a los creadores de las campañas de tráfico.
Porque si JoséMari no quiere que conduzcan por él, díganme queridas personas quién quiere que le digan qué ha de beber o dejar de beber, o quién quiere que le impidan escuchar los beneficios del vino o de la cerveza, científicamente comprobados por otro lado. Pero Elenita es así, ella sí, es así. Y sin terminar de entender si lo hace por llamar la atención o por convicción –sea asumida por problemas personales o familiares, o por algún trauma durante su niñez–, cuando menos te lo esperas ella va y se marca una nueva medida que conduce a cierta santidad incuestionable. ¿Será una santa o será únicamente una medida para mejorar las cifras de su ministerio?

El caso, ahora que me he soltado con esto de echar el puro, tendré que decirles que esta semana está aconteciendo del modo más irritante para muchas de las almas que aquí habitamos, sea por uno u otro motivo. Sin ir más lejos, el pasado miércoles, nuestra querida MQR tuvo la desfachatez de marcarse a media tarde el himno del Real Madrid. Que vale que ha ganado la liga, esa interminable liga, esa liga de último minuto, pero tampoco hay que andarse con recochineos, ni con restregarle al resto los triunfos de uno. Tendría, apreciado Sergio, que sacarte una tarjeta amarilla al menos para complacer a aquellas personas, que seguro no fueron pocas, que vivieron y sufrieron durante aquellos minutos radiofónicos tal atrevimiento, tales notas.

Se trata de un caso similar a si, por ejemplo, un partido político ganara unas elecciones y se lo restregara al otro, peor todavía si lo hace con el partido que gobernó hasta el momento. O sería como si los seguidores de un partido menospreciaran a los seguidores del partido que perdió el gobierno. Aunque peor sería que los insultaran. Que no los dejaran hablar, que les impidieran continuar defendiendo sus ideas, que les negaran continuar adelante con dignidad (esa virtud que ni los insultos ni los silbidos pueden robar).

Los abucheos son tristes y generalmente inoportunos, son cobardes y no otorgan derecho a réplica –normalmente a la persona abucheada se le susurra un “haz como si no lo oyeras”–. Si los abucheos se producen por ejemplo ante la salida de un artista, éste siempre puede negarse a continuar en escena o incluso a actuar. Pero si se trata de un concejal que va a tomar su cargo durante un acto público, entonces la huída no existe. La huída supone la renuncia. Pero resulta que tanto el equipo de fútbol de Sevilla, como el de Barcelona, pongamos, como el Partido Socialista, continuarán luchando, temporada tras temporada. Intentarán imponer, unos su juego, otros sus ideas, sin que nadie ni nada les eche para atrás. Y cualquier burla a sus aspiraciones no serán más que gestos que ensucien la cortesía de quién la profesa. Resulta que no nos encontramos como Atilas ante campos arrasados y sembrados de sal, sino ante un terreno que no cesa de cambiar, un terreno sobre el que para avanzar necesitamos continua ayuda, continuas advertencias. Un terreno desconocido en el que ni el abogado del diablo, ni el pesimista o el gruñón, sobran.

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