De recuerdos y lunas

Noise putty

"Noise putty". Para adquirirlo no es preciso que se esfuercen en la pronunciación. Lo más práctico es acercarse al quiosco y pedir directamente un "bote de pedos". Así de claro. Así de rotundo. Y sin remilgos. Porque tanto en el caso de decir en original anglosajón nativo, como echar mano de la traducción más o menos literal –"masilla acústica"–, no les garantizo que les atiendan la demanda. Digamos entonces sin rodeos "bote de pedos". Y si decir "bote de pedos" le da vergüenza, deje que lo diga un niño.

"Noise putty", el "bote de pedos" que nos cuesta decir, es un juguete de broma. Y el juguetito consiste en un pequeño bote de plástico, incluso los hay con forma de inodoro –interesante palabra cuando por metonimia se usa para decir váter–, que contiene una masa gelatinosa que al presionarla con los dedos, preferentemente índice y corazón, produce el efecto sonoro de un pedo. Un pedo cuando se presiona con decisión. Una sarta de pedos si se hace despacio, con suavidad, poco a poco. El artículo lleva sus garantías: "Don't swallow. Non toxic. For ages 3+".

Hay a quien el ruido no le produce asco. Más asco le produce el tacto o hasta la visión de la gelatina. Lo escatológico, lo relativo a excrementos y suciedades, suele producir de forma barata hilaridad en el común. Viendo por casa este artilugio que ha comprado alguna de mis hijas y viendo que después de unos días de uso ya vaga como enredo, lo he adoptado entre los objetos que me acompañan en mi mesa de trabajo. A saber: Una taza azul azulete del Pato Donald enfadado que uso como portalápices, una figura de una tortuga –siempre cuando trabajo me ha de acompañar alguna tortuga que bautizo Casiopea en honor a la tortuga de "Momo" de Michael Ende–, un atril de madera que me compré en Benejama, una pequeña figurilla de porcelana que tenía mi madre... Y ahora el "bote de pedos". Éste con forma de váter y de color rosa. Lo he cogido para que me dicte las palabras. Y aquí estamos contemplándolo. Y me sugiere contra el arte de escribir las veces que uno introduce, al escribir, sus dedos en las cosas y, pretendiéndolas arrullar con las palabras, sólo consigues ruido, porque el arrullo pretendido resulta griterío. Uno se cree cirujano para las ideas y las palabras y resulta tosco picapedrero del verbo. No era la intención. Y resulta desagradable. Pero así ocurre, a veces, al escribir. Porque a veces sólo es ruido lo que sale. Ruido y pocas nueces. A veces ni siquiera una nuez.

Lo peor es cuando uno deseaba escribir caricias y le salen arañazos. Lo peor es cuando queremos, al escribir, hacer honor y te sale dolor. Pero volvamos a lo terreno. Volvamos a lo más mundano de las ventosidades. Mi padre siempre refería un caso que de adolescente había vivido en el cine. Eran tiempos de autoridad y, en la sala de cine, la autoridad era el acomodador. Contaba mi padre que una tarde en el cine alguien se bufó con estruendo provocando el alboroto del público. Porque si el pedo fue pedo rotundo y seco, como un punto final y taxativo, como un The End, alguien quiso añadir gracia a la gracia, alguien quiso añadir títulos de crédito a la gamberrada gritando: "¿T'has aporreao?". Lo que desbordó el cachondeo y aumentó la irritación del aposentador que ni corto ni perezoso acotó un tramo de butacas y diciendo: "De aquí hasta aquí, ¡todos a la calle!", resolvió la algarabía.

Y la medida fue chitón.

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