Escena 1
- Ave María, purísima.
- Sin pecado concebida.
- En el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
- El Señor está en tu corazón, para que te puedas arrepentir y confesar, humildemente, tus pecados.
- Padre, no recuerdo cuánto tiempo hace que no me confieso… debe hacer más de veinte años…
- Dios Padre, en su eterna misericordia, te trae de vuelta a su rebaño, hija. Cuéntame, ¿qué es lo que te aflige?
- Desde niña he llevado una vida sencilla. No he matado, ni he robado. No es que haya sido muy devota, aunque creo que no he incumplido ningún precepto católico. Más bien, quizá, haya sido la Iglesia la que los incumple. No he venido a confesar mis pecados, he venido a pedir perdón porque voy a pecar.
- En este mismo momento, estás cayendo en el pecado capital de la vanidad, cuestionando y juzgando a la Santa Madre Iglesia…
- No padre: caigo en la convicción de que la curia recurre al chantaje emocional para seguir manteniéndose viva. Creo firmemente que, ustedes, los pastores de Dios, llenan de inseguridades y miedos a los feligreses. Creo que la Santa Madre Iglesia ha sacado siempre tajada de la tremenda ignorancia del populacho. Creo que hace siglos que ustedes, los ministros de Dios, han dejado de creer en él.
- ¿Sabes bien lo que estás diciendo? ¿En la Casa del Señor?
- ¡Fariseos! “Habéis convertido la casa de Dios en una cueva de bandidos”, Lucas 19,45-48.
- ¿Te atreves a poner en tu sucia boca las palabras de Jesús? ¡Sal de este templo ahora mismo, ramera!
- Y usted ame a su prójimo como a sí mismo. Creo que no necesito su absolución.
- No la tendrás.
- … pues, no olvide que, todo esto, es secreto de confesión. Tiene las manos atadas por ello.
- ¡Fuera!
Escena 2
Sobre las cenizas de una antigua mezquita musulmana se alza, lúgubre y seria, una joya del gótico valenciano: la Iglesia de Santa María del Arrabal Mayor, construida extramuros en varias fases desde el siglo XIII, aunque el edificio actual date del XVI.
Su austera fachada, está enmarcada por un pórtico barroco que contiene, en una hornacina, la extasiada imagen de la Madre del Redentor, siendo asumpta por un gracioso grupo de angelitos de mofletes reventones.
Cuando un visitante traspasa los maderos que conforman el portón de entrada, lo primero que avista es el retablo de madera que adorna el ábside sin girola, que no es el original, ya que la iglesia ardió en esa contienda fraticida, del 36 al 39, de la que no nos hemos conseguido reponer. Los bellos labrados que presenta, se alzan por el muro rodeando una delicada escena de la Asunción de María, plasmada en un lienzo de grandes dimensiones.
Su planta presenta una nave única, con contrafuertes dentro de los muros, agujereados por arcos y semicolumnas (góticos los dos más próximos al gótico ábside, renacentistas el resto) que sirven de capillas con diferentes advocaciones: San Pedro, Santa Ana y San Joaquín, Santa Catalina y una maravillosa transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo.
Es ahora, bajo sus bóvedas de terceletes cuando, como cada Jueves Santo, tras la Eucaristía y ya avanzado el Oficio de Tinieblas hasta el Miserere, el sacerdote oficiante, arrodillado en el poliédrico suelo del ábside y en voz baja, casi inaudible, recita una oración que los acólitos acompañan con suaves golpes en la madera de sus asientos.
- “Respice, quæsumus, Domine, super hanc familiam tuam, pro qua Dominus noster Iesus Christus non dubitavit manibus tradi nocentium et crucis subire tormentum”.
Catorce de las quince velas del tenebrario se han apagado. Solo la superior (aquella que representa a María, la que nunca dejó de confiar en la resurrección de su hijo) sigue iluminando, levemente, el camino que han de seguir los asistentes al oficio para abandonar el templo.
Repentinamente, los portones se cierran, impidiendo la salida, al tiempo que, un coro femenino estremece cada una de las espinas dorsales de los feligreses. El tono menor y mortecino de la ininteligible letanía remueve los estómagos de propios y ajenos que, llevándose las manos a sus nutridas barrigas, caen de rodillas sobre el frío suelo desnudo.
Del bajo vientre de la Virgen del retablo, empieza a emerger una mancha roja, menstrualmente blasfema, mientras el volumen de la letanía se alza. Los parroquianos comienzan a entender las palabras cantadas, compuestas por el mismísimo profeta Isaías:
“Vuestras lunas nuevas y vuestras fiestas solemnes las tiene aborrecidas mi alma; me son gravosas; cansado estoy de soportarlas.
Cuando extendáis vuestras manos, yo esconderé de vosotros mis ojos; asimismo cuando multipliquéis la oración, yo no oiré; llenas están de sangre vuestras manos.
Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda.”
El pánico se ha apoderado de religiosos y laicos que corren, despavoridos, entre los muros del templo. Unos vomitan, otros rezan fervorosamente. Incluso hay una pareja de ancianos que se han mantenido inmóviles en sus asientos, con los ojos desorbitados, esperando el momento de encontrarse con su Creador.
El caos se ha apoderado del oficio de tinieblas
Escena 3
- ¡Menuda liaron ayer tus amigas de Femen en Santa María, Aurora!
- La verdad es que no dejaron un detalle sin explotar...
- He de reconocer, aunque no lo apruebe, que lo de poner LSD y Evacuol en el hostiario tuvo su punto de gracia. ¡Los asistentes creían que aquello era el Apocalipsis!
- Sí. Igual que el certero dardo, lleno de pintura de manos, lanzado al cuadro de la Virgen. ¡Están muy bien preparadas!
- ¡Para que, luego, alguien diga que la mujer es el sexo débil!
- Eso ya no lo cree nadie, Avelino.
- Eso nunca fue cierto, cariño.