El Ordenanza

Raw

El Ordenanza. Capítulo 179

Escena 1

Desde que Disney es Disney, vivimos en una sociedad con una creciente humanización de los animales. Sírvase de ejemplos como Super Ratón, Gerónimo Stilton o el gallo Claudio para corroborar esta realidad. Incluso, hemos llegado a desvincular el mundo animal de algo tan cotidiano como la industria alimenticia: si usted enseña una bandeja de lomo adobado a un jovencito, no pensará (ni por un momento) que se trata de un primo lejano de Peppa Pig. Los animales están humanizados.

Por otro lado, el humano está cada día más deshumanizado. Contra todo pronóstico, en la última edición (al menos) del diccionario de la RAE, es imposible encontrar el más mínimo resquicio de procedencia animal en el ser humano. Si escribes «perro» en el buscador de la web de la Academia, dice algo así como «mamífero doméstico de la familia de los cánidos, bla bla bla bla bla». Si escribes «tiburón», lo describirá como «pez selacio marino, del suborden de los escuálidos, muy voraz».

No sucede así con las palabras «humano», «mujer», «hombre», «persona», etcétera. Al fin y al cabo, somos animales. Mamíferos bípedos que no superan, ni de lejos, el número de unidades que alcanzan otras especies (como el krill, del que se estima que hay quinientos mil billones de ellos), pero que se ha alzado con el religioso título de Rey de la Creación. Parece como si, después de todo, un Dios inventado hubiera escupido en el suelo, modelado un monigote y le hubiera otorgado vida con su hálito. Nuestro pasado animal ha sido borrado. Lo siento, Darwin, sigues siendo la opción B.

Luego está lo de la vorágine de vida sana y culto al cuerpo que respiramos, donde tener los tríceps marcados puede adjudicar puntos a la hora de optar a Miss/Míster Alfa, que no es que ayude mucho a re-humanizarnos. El perreo tampoco. Somos mamíferos y bastante fanfarrones.

El caso es que, desde que el hombre es hombre, ha echado mano de los animales para satisfacer sus necesidades, bien sean saciar el hambre, proteger su patrimonio, combatir el frío o paliar su aburrimiento.

Es en este punto en el que, los humanos, hacemos más animaladas (no, no voy a hablar de toros, amigo mío: ningún animal torturaría a otro hasta la muerte por un olé). La cosa va por otro lado. Se considera que, en España, se abandonan más de 700 animales diarios. Esto es 4900 abandonos semanales o unos doscientos cincuenta y cuatro mil ochocientos animalicos abandonados al año (datos de 2021).

Si bien es cierto que el número de adopciones también ha crecido y, en 2021 se dieron aproximadamente unas ochenta mil adopciones de perretes y sesenta mil de gaticos, tenemos un lastre de ciento quince mil animales abandonados, recogidos y acogidos por protectoras de animales a lo largo y ancho de nuestra geografía por año. Año tras año.

Visto así, no parece mucho, pero es una verdadera tragedia que, en Spain, cada 2,06 minutos, se abandone un animal de compañía. Hay que tener los huevos como el castillo para no quedar impresionado con esta cifra.

Las causas son las mismas de siempre: le regalas un gatete pequeño a la niña para Nochebuena (perdón, se lo trae el Papá Noel) y, cuando acaba el desfile de San Antón, te das cuenta de que la niña ya no le hace ni caso, que tu pareja ha desarrollado una repentina alergia al pelo, que empiezas a estar hasta el moño de quitar cagarrutas y (quizá la más importante) descubres que, el bicho, se ha estado afilando las uñas en el chaisse longe del sofá. El resultado es obvio: se tiene una conversación con la pareja, el gatico se hace desaparecer y se le cuenta a la nena que el animal se ha escapado de casa.

La próxima vez, comprad un peluche.

Escena 2

Mi nombre es Raw. Me llamo así por decisión propia. No es que ningún humano lo escogiera por mí: ellos me llamaron Misi. Me gusta más Raw y no creo que suponga ningún problema. Fui el mejor regalo que Pauli pudo recibir en su corta infancia, pero en su casa no estaban preparados para convivir conmigo. Una pena, porque me caían bien.

Me abandonaron en la CV-809, a la altura del kilómetro 7, en plena noche, cuando actúan los que no quieren ser vistos.

El coche se detuvo, el maletero se abrió y me sacaron del transportín de tan malas formas, que menos mal que los gatos caemos siempre de pie, porque me podría haber hecho daño. El vehículo se puso en marcha. No sabía muy bien lo que estaba pasando. Corrí tras el coche, pero fue inútil. Esperé un buen rato. Nada. Estaba desubicado y sin respuestas. Hacía un frío terrible. Supe después que, esa noche, la temperatura mínima alcanzó los tres grados bajo cero, así que, busqué cobijo en una madriguera abandonada. No podía creer lo que me estaba pasando. Intenté memorizar dónde vivía pero, ¡joder! ¡sólo tenía tres meses! Al alba del cuarto día, desesperado y hambriento, salté el vallado de una casa de campo y me acosté, rendido, bajo el primer coche de los dos que estaban estacionados en un techado de chapa. Debí perder la consciencia.

Lo siguiente que recuerdo es la camilla del veterinario del albergue canino que ha sido mi casa y mi cárcel desde entonces.

Esta mañana ha venido Noe, me ha lavado y peinado. Me ha estado diciendo que, por fin, han encontrado un hogar para mí y que debía ponerme muy guapo para la cita. Estoy un poco nervioso, después de tanto tiempo. Llegarán sobre las tres de la tarde.

He oído que tienen una perra.

Escena 3

  • ¿Se marcha ya, señor alcalde?
  • He quedado con Sira, para recoger al gatito que vamos a adoptar.
  • ¡Bien hecho, señor alcalde!
  • Es lo menos que podemos hacer, Avelino.

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