De recuerdos y lunas

Refresco

Por si todavía alguien no lo sabe, o por si alguien no lo recuerda, en la edición digital de EPdV estos artículos que titulamos bajo “De recuerdos y lunas” aparecen ilustrados todas las semanas con fotografías realizadas por Joaquín Marín. Un maestro. Joaquín ilustra nuestras letras con mucho acierto y si, como ya explicamos, el procedimiento es que yo le envío los borradores de mis artículos para que él se haga una idea de por donde van los tiros que escribimos, a mí me gusta más cuando aparentemente las fotos se alejan de las letras. Esto es, que teniendo que ver la ilustración con lo que escribimos, hay un amplio margen para otra lectura a partir de la propia fotografía. Porque hay fotografías que dicen más allá de lo que nosotros escribimos. Y nos gusta cuando Joaquín dice con las fotos su versión de lo que nosotros decimos con las palabras. Yo al menos así, más allá interesante, veo algunas fotos en las que el artista dice sus cosas.

Los temas de las fotografías de Joaquín Marín son variados. Si bien, se aprecia una predilección por las personas en sus dos estadios extremos: infancia y vejez. Por las flores, de las que extrae su plena belleza y rasgos. Por algunos objetos concretos como farolas. Por los horizontes. Por las soledades. Y por el agua en contrastados estadios: estancada en estanques, riente en canales. A mí me gustan especialmente estas últimas, fruto de paseos por la huerta perpetuando lo que nos va quedando de azudes, tablachos, partidores, acequias, brazales, hijuelas, sangradores, escorredores, azarbetas y azarbes, reguerones... Entre malezas.

En una ocasión que contestaba a Joaquín agradeciéndole las fotos que me había enviado, siendo éstas sobre canales, le confesaba mi pasión por estos acueductos. Y le confesaba que quizás esta pasión se debiera a recuerdos de la infancia. Porque en aquella infancia donde las playas eran lejanas y, como mucho, domingueras, nos capuzábamos en las canales de la huerta entre sanguijuelas, limos y cabezudos. El abuelo Mateo nos llevaba con él a la huerta –a San Juan o al Puente Santo– y mientras él trabajaba bajo un sol de justicia, nosotros nos capuzábamos en las canales que llevaban generosas los veneros. El agua, muy fresca y transparente, se nos metía por las narices cosquilleándonos. Y siempre, entre golpes de legón, la misma advertencia no baladí: “¡Alejaos de los sifones! ¡No arrimaros! ¡Tened mucho cuidado!” Porque efectivamente junto a los sifones se aceleraba el agua precipitándose con ruido hacia la oquedad y de caer en ellos se hacía muy difícil, si no imposible, el rescate. Porque era un agua trágame.

En aquella infancia nuestra donde las playas quedaban lejanas, si acaso domingueras, estaban también las balsas. En el Pinar. En el Caracol. La de María Blasa en la Virgen. Las piscinas vinieron después. Y nos parecían lujo. Entre estas no puedo dejar de recordar la de Carlos y los Correcheros en el Morrón, la de Aniceto en la Virgen y, mucho menos puedo olvidar por tanta proximidad, la de Jerónima y Agustín en el Grec que nos parecía entonces, yendo andando y saliendo del pueblo, casi el fin del mundo. Ahora ahí donde la piscina de Jerónima y Agustín he visto en estos meses, entre urbanización, el esqueleto del chalet como esqueleto de mi memoria.

Por otro lado, muy popular estaba el Hoyo de la Virgen adonde acudíamos algún domingo. Esto era algarabía de familias en la pinada y chiquillería chapoteando el agua, aventurándose algunos por las cavidades de la peña. Fiambreras, sillas de playa y sopor en la siesta completan la estampa.

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