De recuerdos y lunas

Sabidurías

Probablemente la frase más sabia que se haya pronunciado en la historia sea aquella que decimos de Sócrates: "Sólo sé que no sé nada" o... "Sólo sé que nada sé". Probablemente. Lúcido enunciado que demuestra la conciencia plena de los límites de nuestro conocimiento y que desde la humildad, desde esta toma de conciencia de la limitación, alienta la voluntad de alimento intelectual. Alimento que para ser humanos también necesitamos. Precisamente, nuestro admirado Hemingway veía en la humildad el secreto de la sabiduría, del poder y del conocimiento.

El científico Pierre-Simon Laplace, que tanto nos enseñó sobre el movimiento de los cuerpos celestes, dicen que –lo recoge Werner Fuld en su "Diccionario de últimas palabras" (Seix Barral, 2004)– bien consciente de que nuestro saber es siempre reducido dijo: "No sabemos mucho, pero lo que no sabemos es inmenso". Frase que nos recuerda otra del filósofo y matemático René Descartes que perseverante afirmó: "Lo poco que he aprendido carece de valor, comparado con lo que ignoro y no desespero en aprender."

Sólo desde estas posiciones cabe el aprendizaje. Cuando –quizás hasta por saber– se aprecia todo lo que queda por aprender, nace el sabio. Sabio que por saber quiere saber más y busca más sabiduría. Y la busca, no desde la pedantería que es la imagen del repelente niño Vicente, al cabo infeliz "sabelotodo", infeliz. Repelente ilustrado tan enciclopédico como infecundo. El sabio, entonces, no es propiamente el que sabe sino, más, el que más quiere saber consciente de su ignorancia. Consciente de su ignorancia precisamente por su sabiduría. Cuando nos damos cuenta de nuestro escaso saber –como Laplace, como Descartes, como Sócrates, como...– es cuando la pasión por aprender se dispara. Entonces la vida toda se convierte en espaciosa escuela, siempre maestra de alguna enseñanza. En el mismo libro del que hemos extraído el testimonio de Laplace se cuenta que el pintor Renoir, estando ya tiempo enfermo de gota y casi ciego, pronunció cuando con setenta y ocho años agonizaba: "Sigo haciendo progresos".

Algo parecido –no sin ironía de sabio– le escuché en una entrevista al pianista Tete Montoliu, ya maduro, que después de muchos años de experiencia tocando el piano –lo tocaba desde la infancia– confesaba a su interlocutor la satisfacción que sentía por haber aprendido en aquella gira, en aquella temporada, a tocar mejor el piano.

La vida se nos presenta como un teclado pulido, con sus notas blancas y negras ordenadas con criterio matemático y que aparentemente tienen límite (unas siete octavas y poco más) pero que conforme vamos tocando, según coloquemos los dedos y los movamos con mayor o menor rapidez suena una u otra melodía, uno u otro acorde con posibilidades infinitas. Y lo que suena, que es vida, suena más o menos armónico y nos enseña continuamente algo. Así, en la vida, afinamos y desafinamos; acompasados y desacompasados con los otros en intensidades y tiempos: Piano. Pianissimo. Mezzoforte. Forte. Fortissimo. Allegro. Andante. Largo. Moderato. Presto. Vivace... Piano y escuela, escuela y piano, cuando vivimos la vida sabidos de lo que nos queda por aprender, vivimos con la obligación de cultivarla. Y también de que la posible cosecha que pudiéramos sembrar necesariamente habrán de mejorarla las generaciones venideras. Otro sabio, el naturalista valenciano Antonio José Cavanilles lo dejó escrito en sus "Observaciones...": "Hablaré de lo que he visto; pero quedará aún mucho que añadirán otros más instruidos, contentándome con haber tirado las primeras líneas del cuadro".

Y es que por mucho que aprendamos ciertamente es nada lo que verdaderamente sabemos. Lo podemos decir como el sabio Sócrates. Pero en nuestro caso sinceramente. Sin ironía ninguna.

(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba