Apaga y vámonos

Semana de Pasión

Aunque por suerte he podido evitar el grueso central de actos de la Semana Santa de Villena, lo cierto es que tanto al principio como al final de la misma me ha resultado inevitable sufrir ciertas molestias –la imposibilidad de guardar mi coche en mi cochera, por ejemplo– que no sé yo hasta qué punto son tolerables habida cuenta de la importancia de la festividad en cuestión.
Y es que, estimada señora, en este pueblo que tanto admira y defiende a sus Moros y Cristianos –ahí está nuestra amada Corporación, que solo es capaz de ponerse de acuerdo para pedir que sean declarados Bien de Interés no sé cuántos–, uno puede llegar a comprender que las fiestas de septiembre –que movilizan a 12.000 festeros, 3.000 músicos, tropecientos mil espectadores y ocupan en su práctica totalidad nuestras principales calles– traigan consigo ciertas molestias que no queda más remedio que soportar estoicamente en aras del bien común, el interés general y el negocio de muchos, pero lo que no acabo yo de ver nada claro es que para el uso y disfrute de una minoría, las molestias para los demás (al menos para los que vivimos por el centro) tengan que ser las mismas. Dicho de otro modo, a importancia de la fiesta, importancia del suplicio que hemos de padecer los sufridos contribuyentes, porque uno puede llegar a comprender que los Moros y Cristianos paralicen Villena, pero que pase lo mismo con la Semana Santa es algo que me cuesta más de entender que el misterio de la Santísima Trinidad.

Así, y tras comprobar un año más que únicamente la Procesión de las Mantillas, y quizá el Encuentro, suscitan un más que aceptable respaldo popular, cabría plantearse si es de justicia seguir aguantando año tras año los inconvenientes de una celebración en declive y que no aglutina más que a unos pocos fieles, aunque su parafernalia suponga casi las mismas molestias que otras manifestaciones –verbigracia, los Moros y Cristianos– que cuentan con un amplísimo y mayoritario seguimiento. Y es que, en mi opinión, es inconcebible que se cierre a cal y canto el centro del pueblo para dar gusto a unos pocos paisanos por mucha Semana Santa que sea, pues hasta ellos mismos reconocen el evidente retroceso de la celebración y asumen que ni siquiera disponen de voluntarios para sacar todos los pasos a la calle.

Es más, y ya puestos a divagar, creo que hasta el mismísimo Dios debe estar cansándose de que se tome su nombre en vano, de tanta hipocresía penitente, de que se siga perpetuando la pasión de su hijo como vulgar reclamo de mercaderes –a los que, después de visitar Roma estos días, estoy seguro de que Jesucristo volvería a expulsar del templo si viera cómo viven–… en definitiva, de tanto circo y tan fariseísmo, y ha acabado apelando al sabotaje meteorológico para expresarlo. Por eso siempre llueve en Semana Santa. Y por eso vuelve el buen tiempo en cuanto guardan de nuevo sus imágenes.

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