Vida de perros

Sin dejar de sorprenderme

Y es que España pierde la fe. Qué novedad. Como el perro que muerde la mano del amo, pensará la Conferencia Episcopal. Y aún así continúan, erre que erre, sin soltar cuerda: no a la fornicación, no a la masturbación, no a la pornografía, no al aborto y no a las relaciones homosexuales. Sin atender a nada ni a nadie, menos todavía a la libertad del individuo. Así que esta Iglesia cada vez más se me va antojando como una secta antes que como una religión (¿que no es lo mismo?). Y sin embargo son pocos los que replican, y entonces se me ocurre que la mayoría de ciudadanos los dejan por locos y continúan haciendo su vida como si no existiera tal institución. Un autoengaño que nos proporciona más desventajas que alegrías –ojos que no ven…–, la Iglesia sigue opinando, teniendo fuerza en ciertas decisiones y, sobre todo, cobrando.
Todo lo contrario ocurre cuando Rodríguez Zapatero abre la boca o toma una decisión. Entonces es como si el mundo cambiara para peor y nuestra vida se abocara al más triste de los destinos. Será una impresión mía. No mía, sino una impresión que me intentan hacer creer. No creer, sino escuchar, ver y sentir. Cuando el gobierno actúa, la oposición clama al cielo el desacierto (sea en Villena o en España). Parece aquel juego en el que se repite continuamente lo que dice el primer interlocutor hasta que éste cede desquiciado (o cualquier juego similar). Casi cree uno quedar como un imbécil cuando, ahora en el ecuador de la legislatura, hace balance y recuerda con alegría unas cuantas buenas decisiones tomadas por el gobierno. Cree uno quedar como un imbécil cuando se relaciona en su medio, digo. Porque inmediatamente aprecia que a su alrededor, presas del veneno de la tele-porquería en la gran mayoría de los casos, el resto no está de acuerdo. Y tales actitudes obligan, para no abandonarme en mi propia ignorancia, a sopesar la fuerza de los argumentos contrarios. Es en ese momento cuando uno cuestiona siquiera la atención –no hablemos ya de los conocimientos– que sus interlocutores han puesto en el aburrido asunto del Estatut o en el de la tregua de ETA, por ejemplo. Es en ese momento cuando uno cree discutir ya no con la persona con quien comparte café sino con la voz de la oposición que ha ido taladrando el cerebro con su insistente e impertinente: “No. Eso está mal hecho. No saben hacer nada. Hacen lo que les da la gana.”.

Y digo yo, cuando me quedo al fin solo, cuando al fin reflexiono lejos de comentarios radiofónicos o televisivos, ¿no le dará al personal en este dichoso país por pensar antes de hablar? ¿Por tener un criterio personal en lugar de reunir retazos de frases inconexas en sus cerebros? Parece preferible pensar que todo está mal. Pensarlo en el bar, en la merienda con los amigos. Olvidarlo luego, y continuar con nuestra feliz vida –quien la tenga–. Así que sin dejar de sorprenderme por las estulticias que escucho a mi alrededor, sin dejar de sorprenderme que a unos se los ignore pese al cáncer que producen en nuestra sociedad, y a otros se los juzgue sin saber del todo bien –favor que hago por no decir que no tienen ni puta idea– cuál es la determinación que han tomado en uno u otro caso; pese a que hayan tomado alguna de las decisiones y actitudes más acordes con los tiempos que corren. Pese a que apuesten por soluciones sin engaños, a sabiendas de que serán duras, difíciles y largas.

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