De recuerdos y lunas

Ubi sunt

Lo quiero recordar en color pero me sale en blanco y negro. O en sepia. Me sale como en sueños. Descolorido. La imagen es de por estas fechas de Navidad y forma parte de la España de los sesenta, la España de los seiscientos y de los mil quinientos, estos mucho más grandes y con marchas en el volante y con unos vulnerables intermitentes como talón de Aquiles de su carrocería de tanque. Y también de los gordinis. La imagen es la de un policía local situado en la intersección de la Corredera con las calles Luciano López Ferrer y Joaquín María López; esto es, en la curva de la Corredera hacia la Puerta Almansa, frente al Pasaje Candel, hoy enaltecido para paso de gigantes. Curva y Pasaje que se explican cuando reconstruimos la Posada El Sol que cerraba la calle que hoy es Luciano López Ferrer. Pero lo de la posada es imagen de otros tiempos más antiguos. En esta intersección que decimos para los sesenta, había un guardia que organizaba con energía el tráfico que no era caótico. No recuerdo la circulación especialmente enredada, pero sí densa a la hora de entrar y salir de las fábricas. Y aquí, por Navidad, era costumbre el depositar un obsequio para el agente que dirigía el tráfico. Los conductores paraban sus coches en la misma calle. Y el mismo conductor, o alguien, acompañante, descendía del coche y dejaba un jamón, o una caja de vino, o una botella de sidra. Según poderío o ganas de obsequiar. Dicen que luego, en el Ayuntamiento, entre los guardias hacían reparto equilibrado; pero como yo nunca –salvo en los retos mentirosos de la infancia– tuve ni un padre, ni un tío, ni un hermano, ni un primo guardia, no lo sé bien. Ahora tengo un cuñado policía, pero ya no les regalan nada. Igual que a los maestros de mayores. Nada.
Pero un año llegó el progreso, vestido de semáforos, y amenazó con agostar la bicoca. Pero como no eran tiempos de ludismo para arremeter contra artilugios, durante algunos años –no recuerdo ahora si muchos o pocos, si uno o dos– se apagaban los semáforos o se dejaban intermitentes por Navidad. Y así, ¡qué remedio!, se hacía imprescindible el agente. Como en los viejos tiempos de esplendideces.

Ahora que en el ejercicio de la memoria que exige la narración se van refrescando los recuerdos, quiero ver también allí unas calles adoquinadas y un sombrero tipo salacot –una selva se aventuraba en la ciudad– de guardia urbano. De esos sombreros de guardia urbano que llevan los guardias urbanos en los puzzles infantiles donde la letra U. Y que los niños de ahora no asocian con "Urbano" porque para ellos todo son "Policías". Pero no sé, a lo mejor lo del sombrero salacot es una imagen de Madrid. O de Elda, de cuando para ir a Alicante la atravesábamos. A saber. Adoquines, sombrero salacot... También impermeables. Y mucha bondad de la gente. Y todo sin prisas.

Las modernidades de los tiempos arramblaron con la costumbre del aguinaldo a los empleados municipales, pero cuando por estas fechas me paro en la intersección que nos ha traído la memoria sigo viendo al guardia urbano agradecido y amable. Y aún veo que hay gente con esos impermeables ampulosos con gorro accesorio impermeable bajando de los coches y dejando presentes y diciendo Felices Pascuas y Próspero Año Nuevo. La ternura del recuerdo también ha hecho sonar el timbre de la melancolía. Abro la puerta y... Basureros, serenos, barrenderos y sepultureros de mi infancia ¿Donde estáis?... Donde sea, os deseo: ¡Feliz Navidad!

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