De recuerdos y lunas

Un día en Toledo

Mis hijas me llevan de carrera. Entiéndanme bien los lectores: Mis hijas, atletas, me llevan de carrera en carrera. Aficionadas al atletismo, alumnas en la Escuela de Atletismo de las Escuelas Deportivas Municipales de Orihuela, no hay fin de semana que no tengamos competición. Con la exigencia de las carreras, la comarca la conocemos de cabo a rabo. Y también parte de la provincia y de la comunidad. Y aún más allá. Por ejemplo, hace dos fines de semana, fue Toledo. Y no me quejo. Todo lo contrario, soy feliz, porque en este mundo del atletismo en el que ignoro todo, vengo tropezando con paisanos atletas y con sus familiares, que sólo con su testimonio, algunos de muchos años de trote, me enseñan la valía de este deporte heroico. Sí, heroico. Deporte que ya no puedo dejar de apreciar.

Si unos años atrás alguien hubiera predicho que yo iba a andar ocupado entre fondistas, saltadores, lanzadores de jabalina, disco y peso, velocistas... le hubiera dicho que estaba loco, que los únicos fondistas que acaso yo podría conocer serían aquellos que me atendieran en los viajes por estos mundos de Dios. Esto es, fondistas hospederos de fonda, fondistas posaderos, fondistas dueños de mesón o taberneros, fondistas de albergue, mesa y olla. De los fondistas de correr largo y tendido, de los héroes, ninguno. Eso hubiera pensado. Pero hete aquí que, de carrera en carrera, el otro día fue en Toledo el estar entre fondistas correcaminos. Y de los de campo a través. De esos que se salpican de barro. De esos que se confunden, al cabo de la prueba, con la tierra. Con el fango.

En el parque de las Tres Culturas de Toledo que sirve de estupendo circuito para la práctica del atletismo y de otros deportes al haber instalaciones para ello se celebró el XXIX Cross Espada Toledana. Allí estuvimos toda una mañana luminosa de domingo. Primero entre escarcha, luego entre viento frío y soleado. Al fondo, hacia el este, en lo alto, a contraluz, estaba el Alcázar. Que en Toledo lo preside todo. Allí estaba reconvirtiéndose ahora en Museo Militar y, por ello, cerrado al público. La tarde anterior la habíamos aprovechado para hacer turismo. Sin prisas pero sin parar. Callejeando, vimos lo que nos dio tiempo ver: Catedral, Iglesia de Santo Tomé para disfrutar el cuadro del Greco "El Entierro del Conde de Orgaz", sinagoga del Tránsito, mirador del Tajo hacia el Puente de San Martín, Santa María la Blanca y... Y plaza de Zocodover para descansar. No está mal para unas horas. No está mal para ir con niños y moverse entre grupos de turistas japoneses. No conozco Toledo si no es con japoneses. No conozco el célebre cuadro del Greco si no es entre nipones. Si lo he visto tres veces, tres veces ha sido rodeado de orientales. La penúltima vez recuerdo con ternura que una japonesa anciana se santiguaba al verlo. No sé si ante el misterio o ante la maravilla. O ante las dos cosas. Porque hay que ver lo que da de sí, para lo enigmático del cuadro, toda esa tramoya celestial que al tiempo se vincula con lo terrenal a través de las figuras de san Agustín y san Esteban que descienden del cielo a la tierra para recoger como campechanos sepultureros, aunque vestidos como obispo y diácono, el cuerpo –los despojos– de Gonzalo Ruiz de Toledo, Señor de Orgaz. Y lo terrenal con lo celestial mediante esa chimenea por la que asciende el alma, volviéndose feto, acogida por la Madre, hacia el Cristo juez. Un Cristo que es mucha luz.

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