Una España con poca memoria
De los errores individuales cada cual debe asumir sus propias consecuencias, hacer frente a esos binomios lingüísticos de modernas terminologías que hacen referencia a la acción-reacción, efecto-causa, o a las consecuencias positivas o negativas de los karmas orientales, que dicen los budistas, determina nuestras futuras existencias. De los desaciertos colectivos deben dar explicaciones sus responsables, ya sean en ámbitos locales, comarcales o nacionales.
El caso es que nuestra querida España no aprende, o no corrige, sus deslices, que ya vienen siendo crónicos desde tiempos inmemoriales. En ocasiones, cuando nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena, evocamos tiempos pasados, diagnosticamos los mismos disparates, intentamos corregirlos mediante la improvisación, hasta que escampe el tiempo y nos conceda un alivio. Ya sean riadas provocadas por la gota fría o por temporales siberianos con viento, agua y nieve, nos toca correr, clamar al cielo, solicitar zonas catastróficas, poner las cosas de nuevo en orden y esperar una tregua mientras la sociedad se encomienda a las esferas divinas con el rezo popular Virgencita, que me quede como estoy.
Es cierto que el norte está más preparado que el sur y la zona de Levante. Pero como no es la primera vez que ocurre, ni será la última, nos entra la amnesia y los gestores sociales, políticos y empresas se felicitan porque la cosa no fue más dramática todavía y hasta la próxima Dios dirá. A veces pienso que como los responsables caducan en el tiempo y rotan en sus cargos, pasan página, como si pretendieran decirnos que los que vengan apechuguen con las futuras alertas amarillas o rojas, que crean más alarma social. Las personas no se asustan fácilmente si están esperanzadas en que las peores previsiones están controladas por los gobiernos de turno; pero nos cunde el pánico cuando sospechamos que va a imperar la improvisación, la descoordinación y el sálvese quien pueda.
Las Compañías de Seguros ya tienen la vieja costumbre de implantar cláusulas para no atender reparaciones o daños causados por inclemencias naturales; los gobiernos nacionales, autonómicos o locales, no. Su obligación es diagnosticar eventos desagradables, prevenirlos en la medida de lo posible y mitigar sus efectos devastadores. Pero desde la primera fase del diagnóstico hasta la última, la de aminorar las consecuencias, hay un largo trecho en el que debe prevalecer la planificación, poniéndose los responsables, con fría empatía, en la peor de las situaciones. Nada de eso ocurre.
Se avisa de un temporal con bajadas de temperaturas, nieve en cotas bajas, fuertes marejadas en las costas y vientos huracanados. Ya se sabe pues, por los partes meteorológicos, lo que se avecina, y ya está la prudencia o la temeridad de las personas en juego, dependiendo de las propias conductas individuales. Pero los organismos competentes deben de estar a la altura: planificando, coordinando, movilizando personal y maquinaria. La experiencia nos ratifica, porque no es la primera vez, que las líneas férreas pueden verse afectadas y paralizadas, que las autovías o carreteras principales o secundarias pueden tornarse impracticables, que las líneas eléctricas pueden paralizar su servicio.
Y vuelve a resultar evidente que, aún teniendo ese conocimiento, los trenes quedan paralizados durante largas horas, que no pueden fletarse autobuses alternativos porque no pueden tampoco circular, que hay barrios enteros donde se interrumpe el servicio eléctrico y la calefacción, donde los efectivos que marcan los protocolos son del todo insuficientes y que los bomberos, Cruz Roja, Protección Civil y Cuerpos de Seguridad del Estado no dan abasto porque están desbordados por las demandas. Incluso en situaciones límite, destacamentos de la UME, la Unidad Militar de Emergencia, cuya base está ubicada en Torrejón de Ardoz aunque con cinco unidades desplegadas por el territorio nacional, son reclamados tarde, cuando los hechos ya están consumados.
En este panorama de imprevisión nos enteramos que las tres grandes fortunas del país equivalen a la del treinta por ciento más indigente, como si estuviese todo teledirigido. Más desigualdad, más pobreza energética y más caro el servicio. Para que los sin techo acaben por morirse de empacho, disgusto y frío; y los presos con alta penitenciaria declinen salir de sus muros, más por temor a la improvisación que a la congelación.