El Volapié

Volando voy

Seamos machos: hablemos del miedo al avión. Así tituló el genial escritor Gabriel García Márquez un artículo que publicó en 1980 y en el que explicaba, con buen tino y gran sentido del humor, el único miedo que los latinos nos atrevemos a confesar sin vergüenza.
El consuelo de tonto que tengo es que le sucede lo mismo a la cuarta parte de la población y que –por ejemplo– también muchos toreros que se la juegan con auténticos torazos se vienen abajo en la escalerilla del avión.

Evito los vuelos siempre que puedo, pero cuando no es posible evitarlo trago mucha quina y al mismo tiempo que se esté editando esta columna que ahora leen yo estaré en el aire, por lo que cabe la posibilidad que sea este mi último artículo y además a título póstumo.

Una conocida agencia de viajes ha organizado y he participado en un curso intensivo para superar esta fobia –que no es tan natural como pueden ser otras que existen desde que el mundo es mundo como pudieran ser el miedo a la oscuridad o al hombre del saco– y les aseguro que no he sacado nada en claro. Comprendo las leyes de la física sobre las que se sustentan los principios básicos de la aeronaútica, los motores a reacción y las corrientes de aire que son para los aviones lo que el asfalto para los camiones. Tengo claro que la tecnología es punta, que se despega con más combustible que el estrictamente necesario y que la ley de la probabilidad prácticamente elimina la posibilidad de un accidente aéreo.

Sin embargo, conforme se acerca la fecha del embarque se me altera el pulso, me palpita la Ley de la Gravedad, pierdo el sueño, recuerdo que todo lo que sube tiende a bajar y que cuanto más alto se llega más dura será la caída, se me agolpan las imágenes de los accidentes de Gardel y Nino Bravo –aunque este no venga a cuento–, los videos del Spanair que no llegó a despegar envuelto en una bola de fuego o me siento apabullado por los sucesos del 11-S, verdadero culpable de este miedo tan grande que paso, porque recuerdo cuando de pequeño me subía a los aviones con la misma felicidad que en mi Panther amarilla, que tenía suspensión y era flipante.

Así que no tengo consuelo y tener que volar por obligación del trabajo tira que va, pero encima tener que hacerlo por placer es algo que me mata. Y muriéndome estoy solo de pensar que mi mujer quiere celebrar sus primeros cuarenta otoños en algún lugar romántico, entendiéndose como romántico cualquier lugar que disponga de pista de aterrizaje a varias horas de vuelo de El Altet.

No obstante seguiré algunos buenos consejos como no tomar café antes, no beber whisky a bordo, tratar de animarme como lo haría con mis hijos y haré la travesía leyendo unas aventuras de Geronimo Stilton.

Les recomiendo encarecidamente la lectura del artículo del inmortal Premio Nobel, porque carece de desperdicio.

(Votos: 0 Promedio: 0)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba