Pensando en qué clásico de la historia del cine elegiré para entrar con buen pie en el 2021 recordé que la primera película que vi en este aciago 2020 fue nada menos que Ciudadano Kane. Aquella no fue una elección caprichosa, sino que -como quizá recuerden quienes me leyeran por aquel entonces- respondía a mi intención de revisar en orden cronológico las películas y los coloquios del añorado programa ¡Qué grande es el cine! de José Luis Garci y compañía; en efecto, aquella obra maestra del séptimo arte dirigida por Orson Welles debió de ser la primera película que vi en 1996. Pero, tal y como mencioné también en aquella columna inaugural del presente año, la revisión de esta producción de la desaparecida RKO venía que ni pintada en el mismo año en el que se ha terminado estrenando un film sobre, entre otros asuntos afines, la redacción de su guion. Lo que no podía imaginar por aquel entonces es que esta nueva producción de Netflix iba a ser la mejor película del año; lo que no es decir poco en la misma temporada en que han estrenado directores como Woody Allen, Terrence Malick o Christopher Nolan.
Quienes me suelan leer sabrán que Netflix no es precisamente santo de mi devoción; pero hay que reconocer que de no ser por ella no existiría Mank, como no existirían tampoco -por citar los dos casos más ilustres- Roma y El irlandés. Al César lo que es del César: esta plataforma no se caracteriza solamente por algunos aspectos tan negativos como ofrecer muy poco cine clásico o por apostar por algunos productos de dudosa calidad, sino también por dar libertad creativa a los cineastas a cambio de que estos se ajusten al presupuesto estipulado y a que la empresa cuente con los derechos exclusivos de exhibición. Solo así Martin Scorsese pudo rodar por fin uno de sus proyectos más soñados con la duración de tres horas y media que consideraba la idónea, y tanto Alfonso Cuarón primero como David Fincher ahora han podido filmar sus últimos trabajos tal y como siempre habían querido: en blanco y negro, una opción tan temida por el grueso de productoras y distribuidoras de todo el mundo. Por poder emplear este recurso, al parecer muy poco comercial, ya tuvieron que luchar encarnizadamente en el pasado realizadores tan exitosos como Steven Spielberg con La lista de Schindler o Tim Burton con Ed Wood... ambas películas, por cierto, las mejores o de lo mejor de sus respectivos autores.
Precisamente en Ed Wood hacía acto de presencia, en una memorable escena ficticia dentro de una biografía basada en hechos reales, nada menos que Orson Welles. Y al igual que en aquella cinta, donde el auténtico protagonista era el considerado como el peor director de la historia del cine (como si no tuviese una nutrida competencia por tal mención), en el reciente biopic dirigido por Fincher el futuro realizador de Sed de mal queda relegado también a un segundo plano desde su primera aparición (en la que, por cierto, evoca al personaje de La Sombra al que su personalísima voz encarnó en un serial radiofónico). Porque el personaje principal de Mank, como indica el título alusivo al diminutivo con el que se le conocía en el Hollywood de entonces, es Herman J. Mankiewicz, guionista y dramaturgo surgido de Broadway que pasaría a la historia por firmar a cuatro manos con Welles el libreto de su primer y más prestigioso film.
El germen de este Mank nace de una idea de su director, quien encargó a su padre Jack Fincher, fallecido en 2003, la redacción de un guion que ambos trataron de llevar a la gran pantalla a mediados de los noventa sin ningún éxito. Y si entonces el elegido para encarnar al personaje central parece que podría haber sido Kevin Spacey, en la actualidad ha resultado ser finalmente un magistral Gary Oldman el encargado de darle vida. Junto a él, un ajustado reparto encabezado también por Charles Dance y Amanda Seyfried como el magnate de la prensa William Randolph Hearst y su joven amante la actriz Marion Davies, así como Lily Collins, Tom Pelphrey (este en la piel de Joe Mankiewicz, hermano menor del protagonista y futuro realizador de clásicos como Eva al desnudo, La condesa descalza o Cleopatra) y un espléndido Arliss Howard encarnando al otro gran villano de la función en comandita con Hearst: el productor Louis B. Mayer.
Oponiéndose a la política de los autores que viene defendiendo buena parte de la crítica especializada mundial desde los primeros tiempos de Cahiers du Cinéma, el libreto de Fincher padre sigue a pies juntillas la teoría que promulgó la crítica Pauline Kael en “Raising Kane”, artículo publicado en el The New Yorker en 1971 y en el que se ponía en entredicho la aseveración, ya entonces un lugar común, de que Orson Welles era, si no el único, sí el principal talento detrás de Ciudadano Kane ya desde su mismo guion, por más que compartiera con Mankiewicz el crédito del mismo y el único Oscar que obtuvo la cinta en su día. En efecto, Kael defiende en su texto -que puede consultarse íntegro en El libro de Ciudadano Kane junto al guion de rodaje del film- algo con lo que, en buena medida, está de acuerdo quien esto firma: que el valor literario del guion y su estructura narrativa deben ser mérito del genio de Mankiewicz, pues es algo que nunca volvió a repetirse en la filmografía posterior de Welles... donde siguió destacando el talento de este pero mucho más como director (en tanto que narrador visual) que como guionista, radicando el principal mérito de los textos de muchas de sus películas en la obra de Shakespeare adaptada en cada momento.
Precisamente el valor literario de los diálogos y la estructura del relato son, interpretaciones del citado reparto aparte, los mayores logros de este Mank con el que David Fincher vuelve a demostrar ser uno de los mejores realizadores del cine contemporáneo, haciendo gala aquí de un estilo visual poderoso y sin tacha (lejos del pobre aspecto de RKO 281, discreto telefilm de finales de los noventa sobre el mismo tema) pero sustentado en un guion de hierro de forma similar a cómo Welles se pudo apoyar en el de Mankiewicz, que en efecto sufrió varias reescrituras por parte del director... pero, qué duda cabe, ya había sembrado la semilla de un film genial en tanto que reflejaba su particular estructura temporal y la pluralidad de las voces narrativas. De igual modo, Fincher también reescribió algunos pasajes del guion escrito por su padre, pero en homenaje a este y su gremio ha dejado a Jack Fincher como único guionista en los créditos, superando así el gesto de Orson Welles de acreditar finalmente a Mankiewicz como coguionista a pesar de lo estipulado previamente en su contrato.
Respecto de esto último, debe señalarse que algunos de los paralelismos extradiegéticos establecidos entre el presente film y su referente clásico son precisamente otros grandes atractivos de la propuesta. Como muestra, un botón: en un momento determinado, el Mankiewicz encarnado por Gary Oldman manifiesta que no se puede reflejar la vida entera de un hombre en dos horas, y solo se puede aspirar a capturar la impresión de haberlo logrado. Una descripción que le va como anillo al dedo a la propia Mank, una biografía parcial que cuenta con otros homenajes verbales y visuales al film de Welles más que reconocibles pero no siempre de la misma relevancia. Si a todo esto añadimos la muy poco comentada, y nada superflua, carga política del relato, que denuncia la promoción de las fake news tan en boga en la actualidad, el resultado es a mi modo de ver una de las películas más completas y complejas del cine contemporáneo. Háganme caso y no tarden en verla; es más, si tienen la oportunidad de revisar antes Ciudadano Kane (que no está disponible en Netflix pero sí en al menos otras tres plataformas: Movistar +, Prime Video y FlixOlé), no dejen pasar la oportunidad de hacerlo para que la experiencia sea todavía más satisfactoria si cabe.
Sigamos con Welles... y con Netflix, pues no solo ha permitido que lleguemos a ver Mank tal y como su director la había concebido, sino que recuperó y estrenó el proyecto inacabado de aquel titulado Al otro lado del viento un cuarto de siglo después de su muerte. Para ello, contó con uno de sus protagonistas como productor ejecutivo: Peter Bogdanovich, cineasta cinéfilo e historiador que entrevistó a su mítico colega y acabó publicando Ciudadano Welles; y que, por cierto, siempre se ha posicionado en contra de la teoría pro Mankiewicz de Pauline Kael. El realizador de La última película -un film en el que quedaba bien patente su querencia por el cine clásico- cumplió con lo que en su día le hizo prometer Welles impulsando que se recupere el material filmado y las indicaciones de aquel para armar un film protagonizado por otro de los incontestables grandes rebeldes de Hollywood, nada menos que John Huston, en la piel de un veterano cineasta durante el que será el último día de su vida. Por supuesto, es difícil saber a ciencia cierta si el resultado final se parece a lo que habría sido Al otro lado del viento de haberla terminado Welles, pero dado que la intención manifiesta de su principal responsable era que no se pareciese a “una película de Orson Welles” podemos dar el resultado por bueno. Por lo demás, resulta muy disfrutable ver a intérpretes ya fallecidos como Mercedes McCambridge, Lilli Palmer, Edmond O'Brien, Cameron Mitchell o el propio Huston de nuevo en pantalla, así como a varios directores interpretándose a sí mismos; pero el film resulta discursivo en exceso y se regodea demasiado en su tema principal, que no es sino la amistad viril y la confrontación entre vejez y juventud al tiempo que ofrece una descarnada sátira del mundo de Hollywood (Pauline Kael y el resto de la crítica cinematográfica incluidos).
En ocasiones, el making of de una película resulta más interesante que la propia película. En este caso, todavía más: al mismo tiempo que Al otro lado del viento, Netflix producía y estrenaba también Me amarán cuando esté muerto, dirigido por Morgan Neville y narrado por Alan Cumming. Este documental revela las complicaciones, la mayoría económicas y legales, por las que pasó este título póstumo (aunque no el único) de Welles; y también que por más que figure como escrito por el propio Welles en colaboración con su actriz principal y amante Oja Kodar, se trataba de un intento de apostar por la improvisación y la estética documental en pos de encadenar una serie de accidentes si la fortuna les sonreía durante el rodaje. Ni que decir tiene que en esta ocasión ver el documental antes o después de la película en cuestión no es solo aconsejable, sino prácticamente necesario para disfrutar de la misma: quien avisa no es traidor.
De igual modo a lo ocurrido con Al otro lado del viento, el malogrado Jesús Franco -rey de la serie B y el porno softcore que fue director de segunda unidad a las órdenes de Welles en la shakespeariana Campanadas a medianoche- fue el encargado de montar y estrenar en 1992, no sin despertar una gran polémica ante el resultado, el material conservado de la adaptación de Don Quijote que llegó a rodar su maestro. De dicho proyecto, y de la obsesión de este último por la cultura española en general y por la novela de Cervantes en particular, trata precisamente otro de los indiscutibles acontecimientos cinematográficos del año... aunque se trate no de una película sino de una novela: Quijote Welles. Pero como ya me he extendido demasiado, de este libro escrito por Agustín Sánchez Vidal y de otras lecturas igual de recomendables e ideales para regalar en Navidades les hablaré la semana próxima.
Mank, Al otro lado del viento y Me amarán cuando esté muerto están disponibles en Netflix España.