Literatura

“Los hilos de Ariadna” (Concurso de Relatos Breves San Valentín 2013)

Cómo es posible que a una señora de mi edad y supuesta experiencia, la pueda turbar una mirada nueva.
Llegué a formar parte del Coro de una agrupación feminista por pura casualidad y me aferré a él como a una tabla de salvación; mi matrimonio se hundía tras más de treinta años a la deriva. Aunque conocía a estas mujeres por su labor social, nunca me había planteado antes que yo pudiera y, mucho menos, que supiera cantar.

No recuerdo cómo convencí a mi padre que estudiar una carrera no me convertiría en una mujer peligrosa; yo era una muchachita provinciana que nunca había viajado más allá de donde la llevaban los libros que devoraba con fervor. Llegué a la Universidad cargada de unos sueños que hoy ni siquiera recuerdo, pero pronto se desvanecieron en los brazos de un muchacho que me miró intensamente y me envolvió en promesas que se desvanecieron en el tiempo. Al terminar nuestras respectivas carreras unimos nuestras vidas “para lo bueno y para lo malo” según nos dijo aquel sacerdote, y fue así como pasé de ser la hija de, a ser la señora de, incluso la madre de, ya que con ese hombre –del que me acabo de separar– tuve dos hijos: Ana y Juan Antonio.

He rodado mucho, eso sí, pero siempre acompañada, y ahora, llegada la jubilación, me apetecía disfrutar de mi soledad, regocijarme en ese espacio que nadie invade, escuchar mis silencios. Así es que tras mucho buscar encontré una casita maravillosa donde poder vivir conmigo misma; y aunque sé que mis hijos interrumpirán esta soledad (yo estaré encantada), pero no será ese trabajo sesión continua de una madre de familia. La casa, por cierto, es preciosa. Una edificación de planta cuadrada y tres habitaciones, un gran salón con chimenea, el cuarto de baño y una pequeña y luminosa cocina con una ventana que da al salón. La puerta de entrada queda resguardada por un porche en el que he colocado una mecedora, una mesita de jardín y unas cuantas macetas, que dan color y vida e invitan al relax. Nos recibe un pequeño jardín en el que he plantado adelfas blancas y rojizas; me encanta este arbusto fuerte, persistente y venenoso que florece en verano, como yo. La casa está situada a las afueras de la ciudad, suficientemente lejos de los ruidos urbanos y lo suficientemente cerca como para poder llegar a ella a pie.

Y es ahora que he encontrado este paraíso, cuando mi trabajo como profesora de literatura está en su tramo final, ahora me encuentro enredada en los finos hilos de Ariadna; hilos fuertes e invisibles de una mujer muy real.

Ariadna es una mujer joven, morena, segura, atrevida, impetuosa. Sus ojos negros lucen en su tez dorada como cuentas de azabache. Su pelo oscuro cae indómito sobre sus anchos hombros. Su figura menuda envuelve a un corazón fuerte y un espíritu libre. Su voz te seduce, te mece, te acaricia… Este torbellino de mujer que, en apariencia, no tiene nada que ver conmigo; una señora de mediana edad que acaba de encontrar el refugio donde dejar reposar su vieja osamenta; esta mujer -como digo- me acaba de declarar su amor, y no es eso lo más curioso, lo más extraño es que estoy aquí dudando de mis emociones, encantada de haberla conocido y haber provocado en ella sentimientos tan intensos y dispuesta a cerrar los ojos y saltar, cogida de su mano, a un vacío lleno de incertidumbre que no tengo ni idea de contra qué puede chocar.

Pensar en ella, en compartir una cena, una puesta de sol, un desayuno, me agita el corazón, me lo acelera; cuando tenemos ensayo en el Coro y sé que la voy a ver me tiemblan hasta las canas, me arreglo y desarreglo una y mil veces como una adolescente arrebatada; si nos encontramos por casualidad olvido a dónde iba o qué pensaba hacer y me entrego a su sonrisa sincera y placentera.

Solemos quedar a tomar un café que, casi siempre, se alarga hasta más allá de la salida de las estrellas; es una gran conversadora, ágil y culta; en ocasiones, mientras nuestras manos, jugueteando con la cucharilla, se rozan saltan chispas en mi cerebro, el corazón me late tan aprisa que parece que se halla detenido y la quisiera abrazar, besar, desnudar… ¡Dios mío!

No sé si esta pasión es real o es pura vanidad o extravagancia por mi parte; ¿estaré senil? Tras una vida entregada a la familia, a los alumnos, a alguna que otra labor social, llegó un momento en el que me olvidé de mi misma, de mis propios deseos, de mis necesidades más íntimas.

La llegada de Ariadna me ha devuelto la vida.

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