Al Reselico

A quienes leen y sueñan

Me transporto a esos momentos en los que empecé a enamorarme de leer. A leer de verdad…

La hoja del sable lo fascinaba. Frederic Glüntz era incapaz de apartar los ojos de la bruñida lámina de acero que refulgía fuera de la vaina, entre sus manos, arrojando destellos rojizos cada vez que una corriente de aire movía la llama del candil. Deslizó una vez más la piedra de esmeril, sintiendo un escalofrío al comprobar la perfección de la afilada hoja. —Es un buen sable —dijo, pensativo y convencido.

Cada cual tiene su libro favorito, faltaría más. El mío comienza así. Incluye combates, disparos y cargas de caballería entre campos y oliveras andaluzas. Narra las emociones, temores y sueños de un joven subteniente de 19 años, Frederic Glúntz, destinado en el 4° regimiento de húsares del ejército napoleónico que combate en la guerra de España. “El húsar”, que así se llama la novela, cuenta la historia de un adolescente recién salido de la academia militar y enrolado en la “Grande Armée”. Un joven entusiasta y soñador que se dispone a afrontar su primera batalla. Ambientada en la Andalucía invadida por los franceses, es un relato corto, intenso y espléndido.

Recuerdo que fue el primer libro “de mayores” que me recomendó mi padre y la primera lectura que me emocionó profundamente, hasta el punto de que cuando la acabé pensaba que se trataba de una burla cruel. No se trata solo de una novela histórica de acción y aventuras; es mucho más. Es una dura y necesaria reflexión sobre la sinrazón de la guerra. Un trágico alegato acerca del sentido de nuestra propia existencia y la esencia de la condición humana. Una historia necesaria sobre la Patria, el Honor y la Gloria convertidas en soledad, frio y miedo. En mierda, barro y sangre.

Lo leí por primera vez en el sillón rojo de la biblioteca que tenían mis padres en el salón. Debía tener unos 15 años. Con esa edad era un lector despreocupado y voraz, que devoraba todo lo que caía entre sus manos. Igual daba que fuese Elvira Lindo, Jordi Sierra i Fabra, Julio Verne, Agatha Christie, Mark Twain, Alejandro Dumas o las aventuras de Tintín. Por aquel entonces ya me flipaban “El guardián entre el centeno” o “El perro de los Baskerville” y discutía con mi amigo Andrés (aún lo sigo haciendo) porque no me terminaban de convencer “El Principito” o “Cien años de soledad”.

Algunos de aquellos libros aún forman mis mejores recuerdos como lector. Si pienso en ellos me transporto a esos momentos en los que empecé a enamorarme de leer. A leer de verdad. A comprender que la lectura puede hacernos más lúcidos, más conscientes de cuanto nos rodea, que puede abrir la riqueza infinita de nuestra imaginación, nuestros sentidos y nuestras emociones, que favorece la empatía, y la curiosidad, consuela el abandono y la soledad, manda el estrés a paseo... Pocas cosas existen como el olor de un libro cuando lo abres por primera vez. Quizás la compañía de sus hojas en las placenteras noches de verano o en las frías tardes de invierno. O la felicidad cuando descubres, años después de su primera lectura, una frase anotada en las primeras páginas, una marca, un apunte, una mancha que te hacen recordar quién te lo regaló o dónde lo leíste.

“El húsar” sigue estando por casa de mis padres, junto al sillón rojo y a muchos otros de aquellos libros que devoré en mi adolescencia. A veces, cuando algún día voy a comer, ojeo alguno un rato releyendo algún pasaje concreto, pero hacía años que no volvía a leer “El húsar” completo. Lo hice de nuevo hace unos días, en una tarde gris, de lluvia y aire. Sentí una sensación extraña. Me reencontré con el fiel caballo Noirot, con el apuesto y cortés Michael de Bourmont, con la romántica Claire… volví a detenerme, quince años después, en el claro del bosque dónde Frederic habla con su viejo compañero herido bajo la gran encina.

Todo a mí alrededor me parecía familiar mientras leía, pero ya no era igual que lo recordaba. La historia y los personajes eran los mismos y, sin embargo, los percibía de manera distinta. Ya no veía las mismas caras ni me fijaba en los mismos detalles. Será que yo he cambiado y la novela ha cambiado conmigo. Es curioso cómo los libros de tu vida maduran y se trasforman con el paso de los años, a tu lado, abandonando poco a poco y para siempre la inocente mirada de joven lector.

Leyendo las últimas páginas creí sin embargo, durante un momento fugaz, reconocerme al otro lado, tiempo atrás. Siendo otra vez ese jovencillo flaco y con granos que se pasaba las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio. Sentado inmóvil en aquel sillón rojo del salón de casa de sus padres. Disfrutando con una de esas buenas historias que siempre esconden los buenos libros. Libros que son refugio, compañeros de aventuras y puertas a otros mundos. Libros que nos hacen más libres. Libros que siempre ofrecen algo a quienes, a pesar de todo, leen y sueñan.

 

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