De recuerdos y lunas

Bochorno

No sé muy bien por qué pero cuando escucho a las chicharras me acuerdo de Azorín. Concretamente de "Las confesiones de un pequeño filósofo". Será porque en el capítulo sobre la sequía nos trae ese calor pesado que vivimos en nuestra infancia de veranos sin agua. Pero hablando de las confesiones, confieso que lo primero que buscábamos en el libro eran aquellas referencias que el autor hacía a una Yecla "hórrida", "terrible", homenajeando de paso a Pío Baroja que en "Camino de perfección" había descrito a Yécora –Yecla– como "pueblo terrible".
En nuestra infancia no es que tuviéramos fobias contra la ciudad murciana que nos regalaba el paladar con sus libros de miel. "Libricos de mié que no son pa leé, que son pa comé". Pero sabíamos que en el pasado, entre Villena y Yecla, entre Yecla y Villena, había habido rivalidades y enemistades de vecindad no superadas que no obstante se han perpetuado con simpatía en el sentir común.

Al asociar, sin saber por qué, el chicharreo de las chicharras con Azorín soporto mejor la constancia hemíptera de la cantinela imparable de estos insectos. Sobre todo en las siestas veraniegas. La primera vez que vi una chicharra me pareció una mosca gigante. De cristal. Mi hermano Joaquín, que para esto de los bichos siempre ha sido curioso, las cogía para enseñármelas y explicarme cómo producían su ruido.

En relación con los insectos, otro recuerdo menos agradable del verano eran los tábanos. Éstos en el campo, en Peña Rubia o en la Font de la Coveta. Calor seco en el Pinar, calor húmedo de oasis en el manantial del Vinalopó. Los tábanos se adherían a nuestros gemelos y con rapidez nos picaban provocándonos un daño instantáneo. El dolor era breve pero intenso. Los estudiosos dicen que son las hembras, hematófagas, las que pican, que los machos no se alimentan de sangre sino del néctar de las flores. Machos que mueren pronto, normalmente tras la cópula, como tantos machos.

Hemos dejado para el final las avispas. Contra estas organizábamos verdaderas cacerías en el Paseo. A la hora de la siesta, cuando más sentíamos nuestra la calle que era nuestra todo el día, pero mucho más en ese instante inmediato a los postres, por el sopor silencioso y pesado que se respiraba entonces. Las cacerías las hacíamos con raquetas de tenis. Nos poníamos en el Paseo para, como jugando al tenis, masacrarlas. Pim-pam, pim-pam... Revés por aquí, golpe de derecha por allá, devolvíamos a la muerte a quienes por picarnos considerábamos enemigas. La torre del Flor –Edificio Ruperto Chapí– se levantaba excavando lo que sería la bolera. Precisamente allí, un mediodía, curioseando las excavaciones nos escalabramos la frente al echarnos un bloque de cemento encima. Ahora veo las manos de Juan Iborra curándome la herida. Bolas de anís y polvos de Azol. Y a matar más avispas.

Que Dios nos perdone las trastadas infantiles. Pero no era lo mismo con las avispas de ojos verdes. Éstas, no recuerdo quién nos lo descubrió, no picaban. Quien nos lo dijo, o merecía nuestra plena confianza o nos lo demostró empíricamente, porque a pie juntillas le creímos y, desde entonces, fuimos cazadores de avispas con los ojos verdes para jugar con ellas. En alguna ocasión cruelmente les arrancábamos las alas, dejábamos correr la avispa en el brazo para impresionar o asustar a las chicas. Había muchas avispas que amigas de las adelfas revoloteaban en las humedades de la fuente que había en la placeta de Las Malvas. Aquella del niño y del pez. O del pez y del niño que tantas veces aún sueño columpiándome.

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