De recuerdos y lunas

Brocerías

Un lector más joven que yo, me dice que cuando el artículo "La mano del padre" mi memoria recordaba mal porque en él, hablando de la puerta de mi casa, en el Paseo, ubicábamos el quiosquico Chino y dicho quiosco –me apunta atento el lector atento– no estaba allí, sino junto a los Salesianos. Pero los dos tenemos razón, porque si no me falla la memoria, que todo pudiera ser ya, después de que lo quitaran de la puerta de mi casa, donde sin duda estuvo –y si no que se lo pregunten a mi hucha–, se lo llevaron adonde la memoria del lector más joven que yo lo recuerda.

Al quiosquico Chino le llamábamos así porque tenía un tejado cónico como un sombrero chino. Sin coleta. Porque sólo tienen coleta los sombreros chinos de disfraz. Yo veía éste tejado circular, negro y robín desde el balcón de mi casa. Cuando la mudanza, estuvo un tiempo tumbado, como vencido panza arriba. Y sospechábamos que bajo su suelo había un tesoro escondido. Uno de esos tesoros que sueñan los niños. Para mí, el que lo quitaran, fue una lamentable pérdida, pues formaba parte del territorio de mi niñez. Perderlo fue perder parte de esa niñez. Un territorio determinado por los puestos de brocerías donde, cuando el Paseo era Paseo, aligeraba mi paga.

Los fines de semana era una fiesta, porque a los enclaves fijos como lo eran el quiosco Chino y la máquina de bolas de chicle de El Sol se sumaban en retahíla el Tío Jaime con su carrito, el puesto que había junto a El Buen Gusto, El Buen Gusto y el tenderete de los Punteros que creció enorme por detrás del Cine Avenida. Y en verano, el carrico de los helados. Además, antes o después o durante, uno de los García Agredas instaló una máquina de pipas al principio del Paseo, en la primera palmera frente a Laimpa. Que en la otra primera palmera, frente al Banesto, hubo, creo que muy poco tiempo, una fuente para beber. Nunca olvido, cuando me acuerdo de esa máquina, que cuando el hermano García Agredas acudía a reponerla, nos acercábamos a ver lo que caía. Y este bendito hombre debía de ver en nuestros ojos tal necesidad que casi siempre nos regalaba alguna bolsa que era fortuna. Las pipas, si no me falla la memoria, eran "Carancha". Yo me pasaba infinitas horas mirando el dibujo infinito de la bolsa: Un niño que lleva una bolsa de pipas "Carancha" y la bolsa de pipas "Carancha" que lleva el niño dibujado en la bolsa lleva otro niño que lleva otra bolsa de pipas con un dibujo de un niño que lleva una bolsa de pipas y, esa bolsa, otro niño con otra bolsa y esa otra bolsa otro niño y otra bolsa y otro niño y otra bolsa y otro niño y... Pasado el tiempo, esas pipas las consumiríamos por toneladas en las tardes y tardes que pasábamos sentados en la calle junto a la puerta de La Sardina, donde había otra máquina de pipas y otra máquina de bolas de chicle. Bendita paciencia la de Eloy, Juan y familia.

Y ahora que me he sentado ya un poco mayor en la puerta de La Sardina a comer pipas, me acuerdo que enfrente, en el puesto de chismes que había junto a El Buen Gusto me compraba mistos de trueno y bolas de mistos de trueno. Y sobres de indios y americanos y soldados. Que nuestra infancia ya fue globalización y consumismo, con deje aún rural y carpetovetónico. Consumismo de calderilla, pero consumismo.

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