De recuerdos y lunas

Compro oro

Los locales que por doquier ocupaban las agencias inmobiliarias que cuando el boom del ladrillo se reproducían de la noche a la mañana prolíficamente en nuestras ciudades se han transmutado, también de la noche a la mañana, también prolíficamente, en casas de empeño donde se compra oro. Brotan como si estuvieran allí desde siempre. Como si el anterior negocio inmobiliario hubiera sido sólo camuflaje. Piel de serpiente. Pero sus reclamos fríos y planos son como el color del cuerpo de las avispas. Negros y amarillos, amarillos y negros. También dorados. Dorados de purpurina y miel que gritan su estridencia por toda la ciudad sobre las fachadas de los bajos comerciales.

Nos reclaman el oro como apaño en tiempo de crisis. Fríamente lo tasan. Por tantos gramos tantos euros. Según quilates. Fríamente porque no se pesa el recuerdo. Y no se ve en las monedas antiguas, que generación tras generación guardaron nuestros antepasados, los sudores de nuestros antepasados. Ni la luz de la sonrisa de un día común alterado por una boda en esa pulsera vieja de alguna herencia remota. O el valor de las alianzas de nuestros padres muertos demasiado pronto. Ese fulgor valiosísimo del tiempo pasa desapercibido para los tasadores que fríamente establecen tantos gramos de equis quilates es igual a tantos euros. Según mercado. Y la pulsera de la comunión de la niña, que se le quedó pequeña y apenas se la puso; también los pendientes que también se le quedaron pequeños, serán tasados. Y allí se abandonará, en parte, el recuerdo. O todo. Porque será mejor el olvido.

Yo también reclamo oro en estos tiempos de crisis. Pero no el oro mineral preciado por el que tanto hemos matado y matamos los hombres, sino el oro de los valores. Que por falta de valores también matamos los hombres. La crisis afecta –ésta ya tiempo e igualmente o más– a todo lo del corazón. Que ya tiempo que no se ve humanidad que nos cure de insolidaridades. Que ya tiempo que nos falta brillo –como el del oro– en nuestros ojos. Enfermos los tenemos de sequedades. Muertos de desilusiones. Por esto compraría el oro interior de los sueños, de las ilusiones, ese oro interior que nos pueda devolver la luz de las esperanzas a nuestros rostros. Luz de sonrisas. Esas pepitas de oro animoso que nos permitan moldear el corazón de los hombres que hacen el mal, el polvo precioso que aniquila las ambiciones donde han nacido tantos males.

Y porque precisamos el oro de la tolerancia, compro también este oro. Éste con mucho empeño. Porque es oro que nos permitiría mirar a los que disienten de nosotros como portadores de otra opinión que, antes que enemiga, nos enriquece porque nos hace pensar y valorar, aun continuando la disconformidad, otros criterios. Pero también necesitamos el oro del trabajo, preciado oro que no sólo nos nutre con su salario, sino que también nos realiza procurando sentirnos útiles.

Compro el oro de la alegría. Ese oro que contra vicisitudes sabe ver lo positivo y contra vicisitudes nos empuja con optimismo a no tirar la toalla por muchos golpes noqueadores que nos dé la vida en su ring cotidiano. Volver al cuadrilátero. Siempre volver y... No menos compro el oro de la amistad. Valor riquísimo que vale más que el oro. Porque la amistad nos cura las soledades. E igualmente compro el oro del sosiego para que un país como España pueda ser, no lo que inercias abstractas –fantasmagóricas– pretenden que sea, sino lo que los individuos, sumando sus voluntades, quieran ser en común. Sin determinaciones del pasado, mirando al futuro.

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