La presente columna supone el regreso de esta sección tras el parón habitual de Año Nuevo, y como siempre en estos casos lo hago viendo y leyendo clásicos por aquello de empezar con buen pie a la vez que se cubren lagunas en la formación cultural de uno. Y en cuanto al cine ha sido un arranque por partida doble: mi idea inicial era comenzar el día 1 de enero con la flamante nueva “mejor película de todos los tiempos” según los votantes de la polémica encuesta de Sight & Sound que sucede a una fugaz Vertigo que no consiguió arrebatarle el puesto a la muy consolidada Ciudadano Kane en el imaginario común. Como sabrán los más cinéfilos, me refiero a Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles: pero como el metraje de esta producción belga estrenada en 1975 es proporcionalmente tan largo como su título, en la noche del primer día del año tuve que recurrir a un plan B... que no fue otro que mi personal homenaje al recientemente fallecido Jean-Luc Godard. Pero aunque El soldadito tiene todos los elementos que identificamos de inmediato con el personalísimo cine de su autor -rodaje en la calle, cámara en mano, con la aparición de figurantes no profesionales; reflexiones filosóficas y políticas puestas de manifiesto por una voz en off; presencia de referencias culturales varias: literarias, pictóricas, fílmicas, etcétera; y el concurso de Anna Karina, claro-, tengo que reconocer que esta vez no entré en la propuesta de forma tan orgánica como en otras ocasiones. Pero probablemente fuese más culpa mía y de mi cansancio que de la propia película, a la que tendré que darle otra oportunidad pasado un tiempo prudencial.
Al día siguiente sí pude ver Jeanne Dielman -la llamaremos así para economizar-, y vaya por delante que aunque la cinta más popular (es un decir) de la cineasta Chantal Akerman no me apasionó como me apasionan Ladrón de bicicletas (la primera ganadora de la encuesta allá por 1952) y Vertigo, quizá sí me guste más que la célebre película de Orson Welles; y su indudable importancia en el seno del devenir del cine moderno (¿o mejor dicho postmoderno?) me parece pareja a la de aquella respecto de la evolución del lenguaje clásico de los grandes estudios de Hollywood. Partamos también de que hay que aceptar que toda lista de estas características no es sino un juego y una oportunidad para descubrir películas que valga la pena ver -de hecho, yo ya sabía de la existencia de la nueva ganadora pero ha sido este triunfo el que me ha animado a verla por fin-; y que una etiqueta como “la mejor película de todos los tiempos” no deja de ser un galardón arbitrario cuya concesión se basa en gustos personales, tendencias e influencias varias.
Finalmente, poco me importa que el triunfo de Jeanne Dielman se deba a injerencias ajenas a lo puramente cinematográfico; e igual de poco que ver una película de tres horas y cuarto en la que, como dicen algunos, “no pasa nada” tenga algo de performance o prueba de resistencia: personalmente, me pareció un film que cuenta con un sustrato fundamental sugerido por lo que se ve y lo que se dice a lo largo de esas tres horas y cuarto; que hace gala de una puesta en escena elegante como pocas; que juega inteligentemente con las expectativas del espectador hasta revelar tanto de este último como de la propia protagonista (a la que encarna una fascinante Delphine Seyrig); y que culmina con un clímax impactante y un último plano secuencia que han influido poderosamente en el cine posterior, de Haneke o Von Trier hasta el último trabajo de Ti West, Pearl. Un film este último, por cierto, tan inédito en nuestras pantallas como lo es esta misma “mejor película de todos los tiempos”, que por estos lares ni está editada en formato doméstico ni tampoco está disponible en ninguna plataforma de streaming. A ver si la dichosa encuesta sirve, también, para remediar este vacío imperdonable de nuestro mercado de exhibición.
En cuanto a libros, esta vez no me he quedado acomodado en siglos cercanos al actual y me he ido nada menos que a la literatura clásica latina: he empezado a leer El asno de oro, la obra de Apuleyo protagonizada por Lucio, un joven que se introduce en el mundo de la magia y acaba transformado en burro. Eso sí: en una versión adaptada que ha prescindido de las numerosas digresiones que salpicaban el texto original. No olvidemos que este escritor romano vivió y murió en el siglo II d.C., y que calificar a un texto escrito en aquella época de novela en el sentido contemporáneo del término es aventurarse y no poco; habida cuenta de que el concepto de “novela moderna” no nace hasta el siglo XVII con el Quijote, e incluso la obra de Miguel de Cervantes no carecía precisamente de afluentes más o menos superfluos (entiéndaseme bien) vinculados a la historia-río principal que suelen suprimirse igualmente en ediciones adaptadas a públicos más jóvenes (o más perezosos).
Llegado este punto, debo señalar que la edición de El asno de oro a cargo del filósofo Peter Singer que les recomiendo hoy cuenta también con un texto de Ellen Finkelpearl, estudiosa de la figura de Apuleyo y traductora del texto latino original, a propósito del contexto literario y cultural de la obra; así como con unas hermosas ilustraciones en blanco y negro a cargo de Anna y Varvara Kendel. En resumidas cuentas: se trata de un volumen de alto valor divulgativo que puede y debe acercar un clásico de la literatura universal y sus reflexiones a propósito del (mal)trato animal a nuevas generaciones de lectores, que lo mismo tampoco conocen al Platero de Juan Ramón, el Baltazhar de Bresson u otros ilustres borricos que vinieron después.
Y ya que hablamos de lectores jóvenes y de divulgar clásicos (si bien en un orden distinto), por qué no empezar el año leyendo y recomendando una de las iniciativas actuales más interesantes del mercado del cómic patrio: la editorial Panini ha resucitado el concepto de “Biblioteca Marvel” con una nueva colección homónima que se propone aglutinar buena parte del material, si no todo, perteneciente al universo superheroico de Marvel que tanta celebridad ha obtenido en los últimos años gracias al cine. Hablamos de un ambicioso proyecto editorial que pretende reunir, esta vez respetando el tamaño y el color original, e incluso publicando textos de acompañamiento que permanecían inéditos hasta la fecha en nuestro país, diversas series y cabeceras nacidas a comienzos de la década de los sesenta hasta alcanzar el principio de los noventa. Es decir: unos treinta años de aventuras ininterrumpidas de las que los dos primeros títulos en ver la luz han sido Los Cuatro Fantásticos y El increíble Hulk, distribuidos el pasado 28 de diciembre para conmemorar así de paso el centenario del nacimiento del malogrado Stan Lee.
En el caso de estos dos títulos iniciales, quien fuese guionista y editor de la mayoría de aquellas colecciones seminales nos ofrece un par de cómics de aventuras y ciencia ficción -con un punto de terror ingenuo en el caso del gigante esmeralda- en íntima colaboración con Jack Kirby, el principal dibujante de Marvel en sus albores. Y puedo decirles que si uno consigue recuperar el espíritu del niño que una vez fue y algo de aquella capacidad de sorpresa y fascinación que en buena parte perdió, leer las peripecias de la llamada “primera familia de Marvel” y del científico Bruce Banner y su monstruoso álter ego de color verde es toda una gozada.
PS.- A la hora de publicarse estas líneas, ya están disponibles en las librerías tres volúmenes más de la Biblioteca Marvel, dedicados esta vez a El poderoso Thor, El asombroso Spiderman y de nuevo Los Cuatro Fantásticos; y pronto llegará el debut de Iron Man; yo, de ustedes, no me perdería ninguno. Más información sobre este método definitivo para cubrir lagunas marvelitas, aquí.
El soldadito está disponible en Filmin; El asno de oro y Biblioteca Marvel están editados por Ariel y Panini Cómics respectivamente.