Opinión

Cuento medieval de la desescalada

“Nadie podía explicarse las razones que movieron a aquellas personas a poner en riesgo su salud y la de sus familiares y paisanos al saltarse las órdenes del reino…”

Hace mucho, mucho, mucho tiempo, en una pequeña villa del Reino de Caspalia, moraban unas risueñas zagalas y unos valientes mozalbetes que ignorando las leyes vigentes -que por entonces prohibían las reuniones y actos callejeros debido a una epidemia que estaba causando muchos muertos en el país- salieron a la calle y desfilaron como solían hacerlo en tiempos de normalidad y algarabía, pero sin dulzainas ni tambores.

Han pasado siglos desde que aconteciera ese desatino, que casi se podría considerar perdonable en seres de la edad media sin cultura ni sentido de la piedad, ni común sentido.

Esas cosas ahora no pasan.

Nadie podría explicarse las razones que movieron a aquellas personas, rústicas y temerarias, a poner en riesgo su salud y la de sus familiares y paisanos al saltarse las órdenes del reino. Edictos pregonados en reiteradas ocasiones por heraldos que recorrieron a caballo cada uno de los rincones de la villa y que, en consecuencia, eran de sobra conocidos por todos los moradores.

Unos dicen que fue la fe lo que les llevó a la calle para que sus Santos Patronos no se quedaran ese año sin recibir el merecido homenaje. Defienden otros cronistas que fue el mal ejemplo de ciertos príncipes de la Iglesia, que desafiaron al poder oficiando misas en sus templos sin que el poder, que por entonces necesitaba de los sagrados oficios para sojuzgar a sus siervos, se atreviera a sancionarles en modo alguno.

Afortunadamente eso ahora pasa.

Dicen también que pudo ser una mala influencia para los aldeanos el comportamiento irresponsable de alguna Corregidora que, en plena pandemia, organizó una fiesta con bocadillos de calamares. Pero aún son más los que aseveran que la razón principal de aquella insurrección fue esa frase que tantas veces es el auténtico y simple detonante de las grandes revoluciones: ¡A que no hay cojones!

Fuere como fuere, hubo testigos que relataron lo acontecido al pregonero de la comarca. Como no podía ser de otra manera, la acción del correveidile propició la llegada del acaecimiento a oídos del jefe de la guardia real. Este delegó el esclarecimiento de los hechos en los alguaciles de la villa, que enseguida dieron con los culpables.



Los infractores, una vez escuchados por el juez, fueron condenados a pagar multas considerables. (Esto para los que pensaban que los juicios rápidos se acaban de inventar en U.K.). No hay testimonio escrito de lo sucedido, pero sostiene la tradición oral que quien pronunció el ¡A que no hay cojones! desencadenante, fue condenado a galeras.

Los convictos acudieron al amparo de la Señora del lugar mostrando gran arrepentimiento, argumentado en que todo había sido producto de un “calentón” y prometiendo, delante de Nuestro Señor Jesucristo, que jamás volverían a hacer nada malo.

La señora buscó al mismo pregonero que, en jornadas anteriores, diera a conocer los desgraciados hechos y le mandó difundir por la comarca que todo había sido un error sin importancia de un pequeño grupo de vecinos que estaban muy apesadumbrados por su comportamiento. De modo que ella misma intercedería por ellos ante las más altas instancias para que sus penas fueran rebajadas en lo posible. El pregonero también contaba, a quien quisiera escucharle, que la Señora estaba muy triste porque no podía soportar que se hablase mal de su villa siendo, como lo era, una plaza ejemplar en todos los aspectos y que bla, bla, bla.

Estas cosas ahora no pasan.

Si ahora pasara algo parecido ya sabemos que caería todo el peso de la ley sobre quien se saltara las normas que los gobernantes hubiesen puesto en vigor para salvaguardar la vida de los ciudadanos, fuesen estos obispos, políticos importantes, políticos que fueron importantes o gente corriente con mascarilla o sin ella.

Estas cosas, ya te digo, ahora no pasan.



Y si pasaran, la Señora del lugar (en el presente la señora Alcaldesa) no saldría a defender a los que infringen las leyes, ni mediaría por ellos ante un poder superior, porque si los delincuentes se dirigiesen a su autoridad buscando amparo les diría que la mejor forma de mostrar arrepentimiento es asumiendo los propios actos y que ella, por el bien común, era la primera obligada a cumplir y hacer cumplir las leyes.

La verdad es que te quedas muy tranquilo sabiendo que estas cosas ahora no pasan, porque sería vergonzoso que la gente pudiera acudir al alcalde de su pueblo cada vez que le ponen una multa de tráfico o deja de pagar a Hacienda para que este mandara una carta, a quien correspondiese, pidiendo el perdón de sus pecados con el poderoso razonamiento de que como en su pueblo la mayoría son ciudadanos respetables que cumplen las leyes y pagan sus impuestos, hay que disculpar a esos pocos que no lo hacen.

…Y entonces incluso podríamos barruntar que, en una pequeña villa en la que se puede conseguir el poder por muy escaso margen, el alcalde necesitaría los votos de esos pocos para ganar las elecciones…

¡Uf! ¡Menos mal que esas cosas ahora no pasan!

Por: Felipe Navarro

 

Nota: Este cuento aparece en el “Casidiario del estado de alarma” que el autor ha ido escribiendo en estos días de pandemia y pan artesano. Pueden leer el diario pinchando aquí.




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2 comentarios

  1. Decirte que no se incumplió ninguna norma, pueblo de menos de 5000 habitantes, no tenían restricciones para salir a pasear, que es lo que hicieron, cada uno con el atuendo que quiso, se respetó la distancia de seguridad entre personas que no eran convivientes , y mientras tanto en Madrid…. ¿cuantas multas se pusieron a los cayetanos por no respetar las normas? ¿Y en Alicante?
    Si estás jodido porque no va a haber fiestas en Villena, te puedes poner el traje de luces y salir el día 5 desde la losilla hasta la plaza de toros.

  2. Partiendo de que me ha gustado el estilo, creo no compartir el mensaje de fondo. Corríjame si me equivoco.

    Al parecer, estaría a favor de restringir las libertades civiles en forma de manifestaciones, pese a que el Estado de Alarma no limita que se ejerzan con distanciamiento y medidas de seguridad.

    Parece lógico que todo ciudadano pueda quejarse de la negligente gestión de la crisis sanitaria y de los primeros efectos de la crisis económica en la que nos adentramos.

    Diferente son las protestas sin distanciamiento y mal llamadas anti-racistas a las que hemos asistido atónitos posteriormente, donde el distanciamiento brillaba por su ausencia.

    Parece ser que el virus se pega a las cacerolas.

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