De recuerdos y lunas

Fusilamientos

En una ocasión escribimos que a veces resulta juego –o pesadilla– mirar un cuadro, porque el cuadro, como armario de "Poltergeist", nos absorbe. Fue cuando reflexionamos en 2008 sobre la efemérides del doscientos aniversario de la Guerra de la Independencia. Aniversario que aún sigue hasta 2014 y que personalmente nos importará en 2012 cuando rememoremos la Constitución de Cádiz, la "Pepa".

Si en 2008 nos abdujo "La carga de los mamelucos" pintada por Goya, hoy, otra vez mirando otro famoso cuadro de Goya, el lienzo nos secuestra. Y no sabemos muy bien dónde estamos. ¿En la montaña del Príncipe Pío?... Quizás. Hay poca luz pero muy concentrada. Yo, casi no la veo. Porque soy quien en el grupo de espera se tapa los ojos ante la muerte. Ese que está pronto para ser víctima en la siguiente tanda de masacre. "¡Que no quiero verla!" —cantará el poeta Federico no queriéndola ver. "¡Que no quiero verla!" // Dile a la luna que venga, (...)"

Pero la suya la vio. Aunque dicen que le dispararon por la espalda, la suya la vio. Porque aquella muerte ya se olía cuando el camión arrancó hacia aquel barranco entre Víznar y Alfacar. Pero ese es otro cuadro y otra tragedia que fue en Granada. Volvamos a Madrid. En mayo de 1808. Las tropas francesas ocupan con violencias la capital y reprimen con violencias al pueblo sublevado contra lo que considera secuestro de lo suyo. Los soldados nos pillan y nos matan.

"¡Que no quiero verla!" // Que mi recuerdo se quema." Que no quiero verla porque además esta muerte es muerte que es violencia. Violencia casi a quemarropa. Para que no se desperdicie la munición. Y yo espero en agonía. Si me tienen que matar podría morirme ya. Que me maten ya. O mejor, ahora que estoy con los ojos tapados, que se escape un tiro y me mate. Porque no tengo la valentía de quien, camisa blanca, alza los brazos... "Aquí estoy", parece que dice. "Aquí mi pecho", parece que dice sin decir nada con la resignación de un Cristo que perdona a sus verdugos consciente de la inconsciencia de éstos por no saber lo que hacen. Además, alguien grita. Pero no oigo lo que grita porque no veo. Entre mis dedos se cuela algo de luz que rebota precisamente en la camisa de quien brioso se entrega a la muerte. Pero yo no veo. Yo soy un cobarde. Ni siquiera quiero ver. Tengo miedo a la muerte. O mejor: Tengo miedo a morirme. Lo dirá Unamuno. Así que, como cuando niño, me tapo los ojos para desaparecer. El nene ya no está. No está el nene. Pero el nene irremediablemente sí que está. Por desgracia está esperando la muerte. Pimpampum. Los cuerpos se van amontonando tanda tras tanda sobre charcos de sangre. Que tampoco quiero oler. Para esperar lo que me espera, no quiero esperar. Los cuerpos se amontonan tanda tras tanda sobre charcos de sangre y no hay quien los arrastre. Ni quien los entierre. Ya veremos. Mi muerte, acaso, se parapetará en la barricada de cadáveres. Carguen, apunten... ¡Fuego! Los soldados no son soldados. Son un tren de jorobas y bayonetas en tándem, simultáneas y sin rostro. Como yo. Porque mi rostro me lo arranco de miedo y me lo guardo en un bolsillo. Así, cuando esté frente a los que me maten no los veré. Ni ellos sin ojos verán mi cara de miedo escondida en el bolsillo.

—¡Y a ver ese farol! ¡Que alguien lo apague! ¡Que para matar a bulto no hace falta tanta luz! ¡Sí, que venga la luna!

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