De recuerdos y lunas

Interiorizar el euro

Por mucho avión que cojan, a veces a los ministros parece que les falta mundo. Así dio la impresión el de Economía y Hacienda, vicepresidente Pedro Solbes, cuando terminando el año pasado dijo aquello de que "los ciudadanos españoles no han interiorizado el euro". Dicho lo dicho por el Ministro, no parece que le falte mundo, es evidente que le falta, porque desde la primera semana del euro yo lo supe interiorizado cuando me cobraron un euro por un café y, definitivamente, cuando mi compañera Pilar Martínez me contó lo que le había pasado en la plaza con la gitana de los ajos.

Y me contó que la cachí ¡claro que lo interiorizó! Sacó de su seno un saquito de tela que llevaba colgado del cuello, abrió la boca del saquito y allí echó el euro que le había cobrado por una bolsa de ajos. Lo echó como si la moneda fuera un juan dorado. Y dice Pilar que cuando el parné cayó en el saquito sonó un crack metálico y de papel muy europeo. —¡A euro, señora! ¡A euro la bolsa, nena! ¡A euro los ajos, reina!— Y cuando la señora, la nena o la reina le dijo con tono de queja: —Pero mujer... Si la semana pasada me los vendías a veinte duros.— Le respondió firme la cachí: —¡A euro, nena, a euro.— Esto le dijo totalmente convencida de la paridad.

Y así nació el redondeo español que nos hizo en muy pocos días, diga lo que diga el Ministro, interiorizar el euro. El café que tomábamos todo lo más a cien pesetas subió a un euro. La caña de cerveza, lo mismo. Y así todas las cosas. Principalmente las de consumo diario. Y no entremos en el mundo de las chucherías porque aquí ha sido atraco. De comprar para nuestras hijas alguna golosina a peseta hemos pasado a pagarlas, como mínimo, a cinco céntimos; esto es, a ocho pesetas con treinta y dos céntimos la pieza. ¿Lo interiorizamos o no lo interiorizamos?...

Las monedas de uno y dos céntimos que se crearon para evitar los redondeos al alza se mueren de risa en las casas acumuladas en botes. Y hay que ver qué cara te ponen las cajeras –y más lo cajeros– cuando en el supermercado descargas los picos con estas piezas. Hay quien te mira como si fueras un miserable. Porque hay a quien si se le caen, ni las recoge. El verano pasado estuvimos en Lisboa. Un gozo. Especialmente para quien tenga interés en aspectos urbanísticos. Lisboa es una ciudad rehecha, un ave fénix que resurge de sus cenizas telúricas e ígneas. Día a día. Noche a noche. Un paseo en tranvía, haciendo completa la línea 28, da fe entre subidas y bajadas de su complejidad y belleza. Pues bien, en la mayoría de los bares en los que alternamos durante nuestra estancia en la capital portuguesa no nos cobraron más de sesenta céntimos por un buen café, porque el café en Portugal es bueno. Muy bueno. Es más, en la turística Nazaré, donde un funicular te eleva hasta el cielo para ver el paraíso de la playa y el océano, en un restaurante para turistas, después de haber comido una típica "caldeirada", cuando pedimos los cafés nos los cobraron a cincuenta céntimos. Obrigado.

Así, volviendo a España y escuchado a Solbes sólo nos queda pensar que le falta mundo, sólo nos queda suponer que cuando dice que ha visto a los españoles dejar algún euro de propina por un café, lo que ha visto, simplemente, ha sido pagar el café. Simplemente eso. Sin más.

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