La irreductible clase media
La mayoría de los jóvenes no puede aspirar a un proyecto de vida ni lejanamente parecido al que tuvieron generaciones anteriores…
Acudieron a la escuela lo justo para poder acceder a un trabajo. Se incorporaron al mercado laboral a edad temprana y pronto se adaptaron a ese mundo maravilloso de horarios rígidos, tareas repetitivas y fines de semana de diversiones rutinarias. Cuando llegó el momento se casaron las unas con los otros por la iglesia, porque, aunque ellas y ellos no eran mucho de misas, no querían dar un disgusto a sus amados padres.
Para dar ese paso crucial, el de la fundación de la familia, firmaron una hipoteca a cuarenta años con la que respondían con el sudor de su frente y su misma sangre ante los prestamistas que, en su infinita bondad, incluyeron en el trato dinero suficiente para amueblar el piso y adquirir un automóvil familiar mejor que el de sus amigos.
Se multiplicaron y bautizaron a sus hijos porque a los abuelos les hacía mucha ilusión ver regar a sus nietos con agua del Jordán. Los niños fueron creciendo y levantando su edificio personal sobre las dos columnas clásicas de los valores de la fe cristiana y de la competitividad capitalista al paso que las parejas se miraban al espejo y reconocían en su reflejo a los individuos que conformaban la sociedad de la clase media que asistía triunfante a la extinción de la ideologías y al final de la historia.
¿Y cómo no iban a hacer la comunión sus retoños si todas las amiguitas y amiguitos del cole la hacían de princesas y marineritos?
- Pues yo no quiero hacer la comunión. (Dijo Pablito).
- Tú te callas Pablito, que mamá ya te ha comprado el traje.
- Pues luego no vayáis diciendo que quiero hacer la comunión porque todos la hacen.
- ¡A ver si te vas a quedar sin la PlayStation! (Zanjó papá el dilema).
Al cabo de unos años vinieron mal dadas. Primero echaron a mamá del trabajo y más tarde papá corrió la misma suerte. Como ellos, fueron legión los que tuvieron que ir a comer aquella temporada a casa de sus mayores para poder seguir pagando la hipoteca y cientos de miles los que, aun así, no pudieron responder a la deuda. Pero siguieron mirándose en los escaparates de las tiendas cerradas y viendo en ellos a la imponente clase media.
Llegó la recuperación económica y con ella, sin leerlos siquiera, firmaron los contratos de los nuevos trabajos peor remunerados que los que habían perdido en la “pasada” crisis. La clase media volvía a prosperar a lomos de sus plasmas de sesenta pulgadas y de las guarderías que se fundaron en cada una de las casas de sus progenitores en las que en el “gratis total” estaba incluida la manutención del alumnado.
En un pestañeo de la historia toda la lucha de los trabajadores se había ido al garete. La clase media había perdido la conciencia de clase y aceptó, como si se tratase de un fenómeno meteorológico, la rebaja de derechos. Antes se había “tragado” la milonga de la competitividad entre obreros y no le costó demasiado hacer la misma digestión con lo de la privatización de los servicios básicos cuando oyó la cantinela de que los recursos están mejor optimizados en manos de los empresarios.
La clase media no se ensucia las manos en defenderse de las agresiones del capitalismo porque es el basamento mismo del capitalismo y eso de las huelgas y las manifestaciones queda para pobres que no tienen que ir al gimnasio y siempre están descansados.
Los hijos de la clase media han crecido y tienen estudios universitarios que les permiten acceder a dignos trabajos en la hostelería o a otros, peor pagados, relacionados con su profesión. Muchos de ellos, cientos de miles, viven en alegres “comunas” con otras individuas e individuos, ya que de otra manera no podrían pagar los alquileres astronómicos de las grandes ciudades. La mayoría de esos jóvenes no puede aspirar a un proyecto de vida ni lejanamente parecido al que tuvieron generaciones anteriores. Pero no les hables a los hijos de la clase media de revoluciones porque esas cosas son `propias de la gente que no tiene ni estudios ni futuro.
La clase media, en playoffs de descenso, que se santigua y entra de rodillas en los templos paganos de todos los banqueros, con sus ritos, sus libros de autoayuda, sus seguros de vida, sus clínicas privadas, sus crossovers a plazos, su don’t worry be happy, su votito secreto, sus leyes aprobadas en el congreso íntimo de sus propios ovarios, su ciencia infusa de terracita y caña, sus breves vacaciones de sombrilla y chancletas, su cultura en cuarenta caracteres, su discreto visillo de espiar vanidades... es tan feliz y tan libre se sabe, que no resulta extraño que algunos hayan roto su silencio y, en tiempos de pandemia, anden a voz en grito por las calles en contra del dominio que las Fuerzas Oscuras perpetran a través del 5G y el chip controlador en las vacunas.
Por: Felipe Navarro