Escena 1
- Buenos días, Avelino. ¿Está Andrés?
- Buenos días, Julián. Ha salido un momento.
- ¡Oh, vaya! Hace días que no lo veo.
- Con esto de la pandemia, todos vamos de cabeza, amigo.
- ¿Le puede decir que le he guardado su número para el sorteo del viernes? Si quiere pasar a recogerlo, estaré en el kiosco que hay en la Paloma.
- Descuide, Julián, que yo le daré recado.
- Muchas gracias, Avelino. Pase usted un gran día.
- ¡Igualmente!
Escena 2
La airada brisa levanta, con su aliento frío, el amarillo chaleco del vendedor de cupones que, a estas horas, ya ha recogido sus bártulos y se dispone a cerrar el pequeño cuadrilátero que le protege de las frías mañanas de marzo.
Aunque la temperatura es suave, a uno le conviene estar cobijado, si no quiere caer en el cepo de un inoportuno resfriado que, por estas fechas, se suele prolongar hasta más allá de las comuniones, aunque este mayo tampoco sea coherente que se celebren.
Coherente… curiosa palabra cuando se relaciona con cultos y creencias. Los que dicen cuidar de tu alma, ponen en peligro tu cuerpo con sus ritos. Ya el año pasado, cuando empezó esto del coronavirus, justo en el pueblo de al lado, el párroco salió (escoltado por dos agentes de uniforme verde, que lo transportaron atentamente en su vehículo oficial) a bendecir calles desiertas por el pánico y el estado de alarma, saltándose todas y cada una de las medidas de prevención que, se suponía, debíamos cumplir los españoles. Como apuntó el más famoso manco de Lepanto, “con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho”.
Es lo que tiene esta periférica provincia del sureste, que se encierra tanto en sus tradiciones, por muy surrealistas que parezcan.
Así pues, con la cabeza diluida en estos y otros pensamientos parecidos, Julián monta en su scooter eléctrico y, con puño firme, se desliza por las aceras como alma que lleva el diablo, tarareando su gusanillo musical de hoy, lo cual le impide percibir las llamadas que, grotescamente tras él, Andrés López, lanza intentando darle alcance, sin conseguirlo.
El concejal de Hacienda, Personal y Policía Local, no está muy en forma. Se siente extenuado. Se apoya en una palmera cercana e intenta tomar aire. Un súbito mareo invade sus sentidos. Su vista se nubla. Las imágenes se confunden y toman nuevas formas. Todo cobra un nuevo significado.
Los elementos que le rodean se virtualizan, siguiendo un patrón numérico claramente reconocible para él: los nombres que, años atrás, los alicantinos pusieron a las dos cifras finales de los cupones del sorteo diario de la ONCE.
Así, la acarácea en la que se apoya, está formada por un sinfín de ochenta y cincos.
A escasos centímetros de su pie derecho, las heces (86) de un perro (38), yacen al lado de un envoltorio de chocolatina. Luego dirán que la culpa es del alcalde, por no mantener la ciudad limpia. En España (20), nos gusta la pelea (65) más que en ningún otro país del mundo (47)… bueno… en Francia (21) montan una revolución (93) por menos que canta un 26.
En un banco cercano, un anciano (90) da de comer trocitos de pan a un pareja de palomas (92) mientras toma el sol (2).
Este rollo de los numeritos empieza a preocuparle y decide irse a casa (64).
En la distancia, la campana (40) de la torre (33) marca las tres y media de la tarde. Tiene hambre y piensa que, cuando llegue a su 64 (acaba de salir en el párrafo anterior, no se me disperse, amigo lector), se calentará el tupper de paella (63) de arroz a banda que le dio su madre el sábado. Lo puede acompañar con un poco de ensalada (36). Con eso será suficiente, estima: tampoco es plan de ponerse hecho un 79.
Escena 3
- No vas a creer lo que me pasó ayer, Juanjo.
- ¿Te capturó una tribu de alienígenas siameses?
- ¡No, tío! ¿Recuerdas los nombres de las terminaciones de los cupones?
- Más o menos…
- Resulta que, desde hace unos meses, Julián me reserva todas las semanas un número para el sorteo de los viernes. Viene por aquí los miércoles y, si no estoy, ya me paso yo por el kiosco antes de que cierre para recogerlo… y ayer se me hizo un poco tarde: llegué justo cuando salía tirando millas con su scooter eléctrico.
- ¡Cualquiera lo pilla!
- Es como Ángel Nieto pero en un vehículo de movilidad reducida.
- ¡Ya te digo!
- Eché a correr detrás de él y, cuando llevaba más de media Corredera recorrida, me tuve que detener a tomar aliento. Empecé a sentirme mal, me apoyé en una palmera y, de pronto, comencé a ver cómo todos los objetos de mi entorno se transformaban en números.
- ¡No me digas!
- ¡Sí, tío! ¡Rollo Matrix pero a lo alicantino!
- ¿Te das cuenta de lo mal que estás?
- ¡Fue un treinta y cinco!
- …
- … un infierno, perdona.
- ¡Joer! Me estás asustando.
- Pues imagina cómo estaba yo de acojonado.
- ¿Y qué hiciste?
- Pues, ¿qué iba a hace?, Irme a casa antes de que la cosa empeorase. Lo malo es que, cuando iba subiendo por el ascensor, me llamó Mari Mar, que ya sabes que está de mudanza, para que la acercase a mirar unos muebles y la tuve que llevar… ¡sin comer ni nada!
- Ya lo dice el dicho: tira más pelo de 72 que maroma de 17.
- ¡Vete a la 86, Juan José!
Hay costumbres que se perderán en la noche del tiempo, amigo lector, no por ser menos importantes que otras, sino por caer en desuso. Feliz primavera.